na conocida me cuenta que a su hijo de siete años le han puesto un gutxi en un examen del cole. Se encontraba en el momento de gestionar con él ese palo y de intentar hacerle entender que más allá del gutxi, el ondo o el bikain, él es el auténtico protagonista de su propia educación. Él y nadie más que él. Una amiga, cuyo hijo acaba de entrar en el instituto, me relataba con tristeza cómo los primeros días del curso sobrevolaba a diario el discurso amenazante de las faltas y las incidencias ante un comportamiento inadecuado. Conductas impropias que tampoco tenían unas características concretas ni definidas sino que son tan cambiantes como el pie con el que se levante la persona que debe juzgarlas. Otra madre me cuenta que su hija de cinco años le confesó llorando a moco tendido que tuvo que pasar toda la clase de Música de pie por haber interrumpido a la andereño. Mi madre dedicó su vida laboral a la Educación y la recuerdo aquellos años totalmente absorbida por su trabajo. Absorbida no sólo por la preparación de las clases sino por la gestión de las niñas y de su entorno. No era fácil atender una clase con veinticinco criaturas. No era fácil atender su individualidad. Ni, desde luego, a sus padres. En casa siempre nos recordaba a mis hermanos y a mí la importancia de que pensáramos por nosotras mismas. No recuerdo haber tenido exámenes hasta 5º de EGB, sí recuerdo el peso de las calificaciones, la facilidad con la que algunos docentes etiquetaban a sus alumnos desde el primer día, la severidad y las amenazas como recurso para conseguir controlar al grupo (o intentarlo), el vuelco de las frustraciones personales en el alumnado... Algo hemos cambiado. Pero conseguir que la Educación no sea una imposición sino que forme parte de la vida de una criatura todavía es un reto complejo. Porque depende de irakasles, madres, padres... ¿Empezamos?
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