ay quienes buscan su casa cuando viajan fuera, redecorando hoteles y apartamentos con objetos personales y cargando maletas elefantiásicas para trasladar sus mierdas del día a día. Esos imbéciles que realmente no quieren viajar, sino mantener sus tristes rutinas, son la antítesis de Horacio. En el fondo, ahora que se toma en su salón una cerveza con patatas fritas mientras escucha a la Creedence, lo que persigue íntimamente es reproducir la escenografía de esas tabernas que tanto echa de menos, y que los dirigentes han convertido en focos de infección estigmatizados y cavernas infernales.
La sensación de deambular por la vida con bares y cafeterías cerrados es desoladora. El latido de la ciudad, su riego sanguineo, pasa por esos locales donde Horacio ha disfrutado algunos de los mejores instantes de su vida, y desde donde puede narrar su biografía entre risas, lágrimas, zozobras solitarias y encuentros festivos. La música, el teatro, la literatura, las conversaciones, la gastronomía, las ideas, las miradas, habitan junto a nosotros en miles de espacios similares que siempre comparten una atmósfera mágica que no existe en el exterior.
Pero el enemigo invisible está ahí fuera, y no se llama Covid: se llama miedo. Ahora que un laboratorio norteamericano habla del hallazdo de una vacuna solvente, a Horacio le saltan algunas alarmas. Fundamentalmente porque, por principio, no se fía mucho de estas multinacionales capaces de cualquier cosa por forrarse a costa de la salud ajena. Y también por la euforía postraumática que consigue trasladar a ciudadanos depresivos hasta un éxtasis compartido por unos mercados hipocondriacos y caprichosos.
Después de propagar el miedo, es más sencillo controlar y manipular, un axioma de primero de Milton Friedman.
Al menos nos queda brindar con esa cerveza casera por la salida de Trump.