a relación entre la libertad de expresión (y de prensa) y el poder político ha sido siempre tensa. Pero quizá hoy es más compleja de gestionar en la medida en que las redes sociales entran en juego.
Karl Popper anotó en su obra más famosa aquello de que la tolerancia ilimitada podía conducir a la desaparición de la tolerancia. Hoy la facilidad con la que publicamos y difundimos sin ninguna consideración sobre la veracidad de lo afirmado puede conllevar importantes riesgos para la libertad y la democracia.
El jueves algunas importantes cadenas de televisión estadounidenses (ABC, CBS y NBC) interrumpieron la transmisión del discurso del presidente Trump por considerar que estaba presentando denuncias de fraude sin fundamento.
Fíjese que no se trata de cortar a un ciudadano, sino al presidente de un estado democrático que hablaba desde su tribuna oficial. Sus declaraciones, aunque fueran falsas, irresponsables y malintencionadas, eran de carácter político, sobre asuntos que corresponden a sus funciones y, como diría nuestro Tribunal Constitucional, "de juicio o de voluntad". ¿Deben las televisiones privadas cortar a un presidente legítimo cuando consideren sobre la marcha que no dice la verdad?
El hecho es que las palabras de Trump no tenían una intención meramente descriptiva, sino un potencial efecto prescriptivo: pueden ser entendidas como una llamada a la resistencia civil y a los ciudadanos en armas. No le toca desde luego a la televisión conceder o retirar la legitimidad al presidente, para ello existen los procedimientos constitucionales, pero, ¿deben entonces lavarse las manos y reproducir mentiras con capacidad de movilizar hacia la violencia? A eso le llamo yo un buen dilema.
El historiador Ferdinand Nahimana fue condenado por el Tribunal Internacional para Ruanda por haber alentado directamente los crímenes desde las ondas y con sus artículos. Julius Streicher fue condenado en Nuremberg como editor del periódico Der Stürmer. No quiero comparar cosas incomparables, solo afirmar que la palabra, en diferentes grados por supuesto, no siempre es inocente sinónimo de libertad.
¿Deben las redes sociales -Facebook, Twitter- controlar la veracidad de las locuras negacionistas que vemos compartidas todos los días y afectan a la salud pública? ¿Cómo y hasta qué punto? No me parece nada fácil responder a estas preguntas.
El Gobierno de España anuncia esta semana la creación de un órgano para reaccionar ante el fenómeno de la desinformación. Esta desinformación constituye un grave problema que cada día aumenta y contamina nuestras mentes con consecuencias gravísimas para la convivencia y la calidad de nuestra democracia. Algo hay que hacer. Pero que me aspen si un órgano de este tipo encabezado por la Presidencia del Gobierno y la Secretaría de Comunicación no resuena de entrada con ecos inquietantes.
Como no tengo responsabilidades políticas juego con la ventaja de que no me toca resolver y me puedo permitir la boutade de decir que la solución está en el autocontrol de los medios, en la responsabilidad del ciudadano cuando actúa en redes o consume información y en la calidad de una educación que sea rigurosa y exigente (empezando por la educación escolar para la lectura crítica, que pedía al final de sus días Umberto Eco). Y podría terminar así mi artículo, haciendo como que creo que he aportado algo que resuelve el problema en el mundo real y olvidando que el mismo Eco dejó dicho que, si en asuntos de este tenor "alguien me pidiera un consejo de sabio, la sabiduría me impondría decir que no lo tengo".