ómo cambia el cuento cuando te birlan una parte fundamental de los hechos.
Agur eta ohore, Igor, rezaban con épica de todo a cien las pintadas que aparecieron en mi pueblo en la madrugada del sábado, apenas unas horas después de que trascendiera que el recluso Igor González Sola había aparecido muerto en su celda de la cárcel de Martutene. Para ese instante, el boletín oficial de la cosa se rasgaba las vestiduras sobre el sufrimiento evitable -manda pelotas; lo que hubiéramos evitado con una proclama así hace cuarenta, treinta, veinte o diez años- y, lo mismo que los portavoces de la abertzalidad fetén, devolvía al desgraciado finado la heroica condición de preso político.
Un momento, ¿cómo que devolvía? Me alegra que me hagan esa pregunta, tanto como me cabrea que haya pasado desapercibida la noticia que publicaron el martes todas las cabeceras de este humilde grupo mediático. Resulta que el ahora mártir de la causa había sido repudiado por los guardianes de la ortodoxia después de que cometiera la osadía de aceptar la legalidad para progresar de grado.
Las listas de los certificadores oficiales de hace quince días son inexorables. Ni el EPPK ni Sare lo citan como uno de los suyos.
González Sola se quitó la vida en el puto ostracismo. Pero la culpa es del estado opresor en exclusiva, claro.