o se imaginan cuántas cosas estamos aprendiendo y descubriendo en este confinamiento. Hemos constatado la mediocridad de nuestra clase política que, teniendo más información que nosotros, no supo reaccionar y, cuando lo hizo, le faltó tiempo para echarse los trastos a la cabeza. Aparte de eso, afortunadamente, hemos descubierto que nuestros txikis tienen una capacidad de adaptación sorprendente y de la que aprendemos cada día de encierro. Que la gente en los momentos chungos no pierde el don del humor y nos regala perlitas con las que nos partimos la caja. Aprendemos a tomar distancia del bombardeo de noticias para conservar la calma pero también que la tecnología, de la que a veces tanto renegamos, nos permite ver la cara a los amigos y la familia para sentirles más cerca. Damos las gracias por tener terraza y por no haber tirado la tierra vieja de las macetas, con la que hemos construido un arenero gigante donde los cubos y las palas de la playa, ahora tan lejana, han recobrado una nueva vida. Hemos descubierto que nuestra cabeza, que parecía oxidada de tanta rutina, guarda ideas muy locas que nos llenan de energía. Que esa rutina que tan poco me gusta, ahora me mantiene serena. Y que el trabajo de las laguntzailes que cuidan y enseñan a nuestros hijos incluso en la distancia es impagable. Porque quizá lo más importante que nos enseñe este virus es que todos toditos somos igualitos en este mundo globalizado. Que tu bienestar será mi bienestar, que la solidaridad es la única salvación. Aunque ese padre que veo por la ventana se pase las normas por el forro y siga saliendo a diario con su hija a dar una vueltecita por el parque. Damos gracias al atardecer desde el balcón con aplausos y turutas a esa comunidad sanitaria sin la que ahora no podría estar escribiendo esto. Menos mal que no llegasteis a privatizarla del todo, cabrones.