¿Quién lee los términos de servicio? Pocos, muy pocos. Y es que esos interminables párrafos legales, plagados de jerga jurídica, resultan tan apetitosos como un plato de brócoli hervido. Sin embargo, detrás de esa maraña de palabras pueden esconderse cláusulas que, en algunos casos, pueden cambiar el curso de nuestras vidas.

El caso de Disney y el fallecimiento de una mujer alérgica a los frutos secos en uno de sus parques temáticos es un ejemplo paradigmático de este abuso. La compañía del ratón Mickey, en un intento desesperado por zafarse de sus responsabilidades, argumentó que la viuda debía someterse a un arbitraje privado debido a una cláusula que había aceptado años atrás al suscribirse a Disney+.

Y es que, según Disney, el hecho de que la mujer hubiese contratado el servicio de streaming implicaba que aceptaba cualquier condición, por descabellada que fuera. Una interpretación tan elástica de los contratos digitales que raya lo absurdo. ¿Acaso una suscripción a una plataforma de contenidos audiovisuales puede condicionar las relaciones contractuales de una persona en cualquier otro ámbito de su vida?

Este caso no es aislado. Cada día firmamos decenas de contratos digitales sin apenas leerlos. Y es que, en la mayoría de las ocasiones, la alternativa es renunciar al servicio. Es lo que se conoce como el “contrato o nada”. Una situación que nos coloca en una posición de clara desventaja frente a las grandes corporaciones.

La Unión Europea, consciente de este problema, ha tratado de poner coto a estas prácticas abusivas a través del Reglamento General de Protección de Datos (RGPD). Sin embargo, la letra pequeña sigue siendo un arma muy poderosa en manos de las empresas.

Es necesario que los legisladores vayan un paso más allá y establezcan normas claras y concisas que limiten el poder de las empresas a la hora de imponer condiciones abusivas en los contratos digitales. Solo así podremos proteger a los consumidores de prácticas tan desleales como la que hemos visto en el caso de Disney.