vitoria. "Me voy, no aguanto más". Ettore Messina abandonó el Real Madrid con estas palabras y, en ese momento, en algún lugar de la Casa Blanca alguien respiró aliviado. El considerado por muchos como el mejor entrenador europeo ponía pies en polvorosa cansado del mundo. Hastiado por no haber podido enderezar el rumbo de un vestuario al que con su marcha empujó al centro de todas las miradas. Su dimisión dejó paso a las incógnitas. "¿Cómo estará el patio si ni él ha sido capaz de cambiar las cosas?", fue una de las más extendidas. Mientras su homólogo portugués, futbolero y descarado, atraía el beneplácito y las loas de toda la prensa madrileña, Messina se veía abocado a un vendaval de tortas a diestro y siniestro. Muchas eran merecidas. Otras, en cambio, erraban el disparo al apuntar probablemente a una zona del parqué equivocada.

Al final, como sólo sucede en el deporte, la guerra entre jugadores y entrenador acabó con la cabeza del segundo servida en bandeja de plata. El refrán estaba equivocado. Donde había patrón, mandaban marineros. Messina dimitió el 4 de marzo tras su primera derrota en casa de la temporada. Era un partido intrascendente, inservible a todas luces. El Top 16 tocaba a su fin con la visita del Montepaschi Siena. El Real Madrid ya estaba clasificado para los cuartos de final como primero de grupo. Pero el 77-95 a favor de los transalpinos y, por encima de todo, la imagen de desaire y huelga de brazos caídos de la escuadra merengue acababa de colmar la paciencia del hombre en el que Florentino Pérez había confiado la batuta de la resurrección.

"Hemos faltado el respeto a la gente", fue su última frase antes de abandonar el pabellón. Lo fue, al menos, hasta que desvinculado de la que había sido su casa durante casi dos temporada rajó desde su exilio transalpino, acusando a sus exjugadores de "preocuparse sólo por sus estadísticas" y asegurar que se comportaban "de manera infantil". "Ahora tendrán que comportarse como unos hombres", apuntó. En ese momento, en algún lugar de la Casa Blanca alguien se estremeció sobresaltado, consciente de que su predecesor, amigo y valedor había poblado de minas antipersona el camino que se disponía a recorrer.

Después de once años viviendo bajo la sombra de Ettore Messina, su ayudante tomaba las riendas de un vestuario que le miraba como la continuación de sus problemas. El hombre invisible se topaba de bruces con la oportunidad de su vida.

"Déjame en paz" Emanuel Lele Molin nació hace 51 años en la pequeña localidad italiana de Mestre, dentro del municipio de Venecia. Fue allí donde en la década de los ochenta conoció a un Messina que años después, en el 2000, le llamó para acompañarlo en su aventura al frente de la Kinder Bolonia, equipo con el que vencería al Baskonia en la final de la primera Euroliga azulgrana. Benetton y CSKA fueron sus siguientes estaciones. Al contrario que un Dusko Ivanovic que conoce casi tantos ayudantes como temporadas al frente del conjunto vitoriano, la dupla transalpina se mantenía firme con Molin como hombre en segundo plano. Y así sería hasta que su jefe y amigo le abandonó a su suerte en el Real Madrid. Por esas fechas todo el mundo daba por hecho que Lele sólo se sentaría en el banquillo en el primer partido de la etapa post-Messina, precisamente frente a un Joventut dirigido por Pepu Hernández, uno de los candidatos a ocupar el banquillo blanco en su búsqueda de un Vicente del Bosque de la canasta.

Contra todo pronóstico, Molin ha prolongado su estancia hasta nada más y nada menos que convertirse en el hombre que ha llevado al Madrid a su primera Final Four en quince años. En este mes y medio el técnico de aspecto afable maneja un balance de seis victorias y dos derrotas en la ACB -aunque el ansiado triunfo ante el Barcelona vale por dos- y el 3-2 continental ante el Power Valencia. Su estilo es carecer de estilo. Con él, el Madrid sigue practicando un juego ramplón basado en la individualidad y el sálvese quien pueda. Los jugadores, despojados de la presión y los tiras y afloja con Messina, parecen haber encontrado la tranquilidad necesaria y el amor propio que las discusiones con su exentrenador les había robado. En la reciente derrota en Zaragoza Velickovic y Fischer se encararon con él. "Déjame en paz", le espetó el serbio tras ser cambiado cuando Molin intentaba hablar con él. El italiano, el hombre tranquilo de John Ford, se dio la vuelta, respiró y evitó la confrontación. La filosofía del Laissez faire llevada al baloncesto.