urante la primavera del año 1845, un comerciante de Vitoria-Gasteiz llamado Fernando Martínez de Hijona, presentó un escrito ante el Ayuntamiento de la capital quejándose de la falta de higiene que había observado en la fuente de Cidorra. Esta denuncia, pueril en un principio, dio lugar a la instrucción que determinó el reglamento que regiría, desde entonces, el uso y disfrute del lugar. Pero antes de abordar este episodio y las circunstancias que dieron lugar a la protesta, quizá sea necesario explicar el origen de esta fuente. Conocida en la actualidad como la fuente del Mineral, el manantial que se encuentra al inicio del Paseo de Cervantes se diferenciaba del resto por el fuerte olor a huevos podridos que desprendía el agua que de allí manaba.

Aunque seguramente eran conocidos desde mucho antes, las primeras menciones acerca de los efectos beneficiosos para la salud de estas aguas, y especialmente en el tratamiento de problemas gastrointestinales, aparecen en el siglo XVIII, cuando se habla de una casa en la que habitaba una persona que ofrecía esta agua a cuantos enfermos lo solicitaban. No hay constancia del momento en que desapareció esa casa, pero se sabe que en 1819, cuando Martín Fernández de la Cuesta informa a las Juntas Generales de Álava de la presencia del aljibe, ya no existía ninguna edificación.

Poco después los periódicos locales se hicieron eco de la aparición de "un banco de mina sulfurosa en las inmediaciones de la fuente" durante unas obras que tenían por objeto separar el manantial de agua dulce del de aguas ferruginosas. El descubrimiento llevó al Consistorio a encomendar al arquitecto municipal Manuel Ángel de Chávarri y al catedrático Antonio Ramón de Azcárate un estudio sobre el aprovechamiento de aquellas aguas hidrogeno-sulfuradas que había analizado el farmacéutico Gregorio Bañares. El informe presentado detallaba, junto a multitud de datos técnicos, que "para poder disfrutar de las aguas con alguna mayor comodidad se debería reforzar el terreno formando una plazuela con sus asientos de céspedes y plantíos de árboles en todo su recinto". No pasó mucho tiempo para que se confiara a Juan José Arbizu la edificación de "una plazoleta honda enlosada que tiene en su centro el aljibe o pozo sulfuroso" y la fuente que, aunque abandonada, en la actualidad aún permanece junto al camino que lleva a Armentia.

A partir de ese momento el lugar se convirtió en un punto de encuentro para los vitorianos que acudían a beber de su caño. La gran afluencia de gente hizo que el Ayuntamiento encargara a Javiera de Ilárraza, viuda de Galíndez, el cuidado de la fuente del Mineral, la atención a los parroquianos, y el cobro de las tarifas marcadas por el servicio. Para ello cedieron el uso de una casa cercana, pues, mientras que en primavera y verano la cancela que daba acceso se abría a las 4.30 de la madrugada y a las 16.00 horas por la tarde, durante el resto del año los visitantes tenían que solicitar a la encargada su apertura, y por tanto, era preciso que esta se encontrara en todo momento en las inmediaciones. Entre las funciones que tenían encomendadas la familia Galíndez estaba la de mantener siempre limpia la glorieta y especialmente el borde de la fuente para evitar que, quien se sentara en ella, pudiera mancharse la ropa. Además, en todo momento debían de tener seis vasos de cristal limpios que jamás debían ser compartidos y que se entregaban a los usuarios sobre una bandeja siempre que lo solicitasen. Incluso, disponían de pedernales a disposición de los caballeros que los necesitaran para encender sus pipas y cigarrillos y de un surtido de pastas y dulces que vendían allí mismo.

Normalmente los primeros en acudir a horas tan intempestivas eran los aguadores que llenaban enormes cantaras que, posteriormente paseaban por la ciudad a lomos de burros, anunciando su mercancía a gritos. Poco después comenzaban a llegar las clases más humildes que deseaban aprovisionarse de agua antes de acudir a sus trabajos. Es destacable que, con el fin de que todos pudieran disfrutar de los beneficios terapéuticos, el Consistorio ofrecía el agua de forma gratuita a los más humildes, permitiéndoles, incluso, llevarse cántaros a sus hogares para que también sus familiares tuvieran acceso a esta agua.

Pero la estampa más habitual era la que se daba durante el resto del día. Damas y caballeros adinerados, no solo de Álava, sino también de Burgos y La Rioja, acudían para relacionarse con la alta sociedad de la época. Fueron muchos los negocios que se cerraron alrededor de esta fuente, y no pocos los matrimonios que se fraguaron tras los cortejos entre muchachos y jovencitas que habían acudido a tomar las aguas.

Durante horas la gente permanecía sentada en la plazoleta conversando, comiendo pastelitos que se adquirían en el mismo lugar y fumando, mientras la familia Galíndez, al menos durante los primeros años, se afanaba en ofrecer un servicio exquisito. Fue en una de estas conversaciones cuando tuvo lugar el incidente con el que comenzaba el artículo. Al parecer, en una visita que realizó Fernando Martínez de Hijona a la fuente se encontró con que no había más que un vaso que debían compartir todos los usuarios, e incluso, algunos bebían directamente de la alcantarilla. Además, cuando hizo saber su descontento a Javiera de Ilárraza, esta le respondió de muy malos modos.

Pocos días después de recibir la queja, un representante reprendió a la responsable de la fuente, lo que supuso que retirara el saludo a Fernando Martínez y comenzara a hablar mal de él ante el resto de los usuarios, incluso en su presencia. Pero el punto culminante de la disputa tuvo lugar cuando intentó cobrarle el doble del precio habitual por una cantimplora de agua. Finalmente, y tras interponer una nueva queja, el Ayuntamiento redactó un reglamento en el que, entre otras cuestiones, se fijaban las pautas de limpieza, normas sobre recipientes y funcionamiento, así como precios fijos para la venta del agua, recuperándose la calidad del servicio que se prestaban en los primeros años. El reglamento estuvo en vigor hasta 1881, cuando Valerio Galíndez solicitó que se adaptaran los precios al nuevo sistema monetario de la peseta.

En 1867 el arquitecto municipal, Francisco de Paula Hueto, edificó la sede del "Servicio de la Casa del Mineral", donde se comenzaron a ofrecer servicios de hidroterapia. Allí se instalaron "seis bañeras para los bañistas, de continente grave y leontina de oro cruzando el chaleco de ellos y para las féminas de luengas faldas y sombrilla".

Pero aún quedaba por solventar el problema del acceso, ya que este se debía de realizar por un camino de tierra en mal estado. Esto cambió cuando, en 1905 y gracias a la cesión de don Augusto Echevarría y de la Marquesa de Villamejor de los terrenos necesarios, que se pudo embaldosar el actual Paseo de Cervantes.

Con la llegada del siglo XX la afluencia de visitantes fue en detrimento, y con ello, también las instalaciones. Finalmente se permitió el acceso libre a la fuente y se transformó la casa de hidroterapia en un bar que, a pesar de las frecuentes remodelaciones y cambios de gerencia, nunca consiguió ser rentable. Su abandono definitivo se debió a las continuas averías de la bomba, que acabaron por dejar la fuente inutilizable, aunque algunos vitorianos continuaron extrayendo el agua directamente del pozo.

Su estado actual impide poder imaginar el esplendor de sus mejores momentos. Y aunque nunca regresaran las damas y caballeros a pasar las tardes alrededor de la fuente, su historia merece no ser olvidada.