uchos años antes de que el coronavirus recordara a quien lo hubiera olvidado la importancia de la labor de los profesionales sanitarios, los hospitales, otrora centros de hospitalidad, fueron ya lugares cruciales para el desarrollo y crecimiento social en Álava. Escenarios de lucha no sólo contra la enfermedad, sino también contra la adversidad, entrelazando sus servicios de un pueblo a otro para evitar que la pobreza de muchos supusiera el beneficio de otros.

Ahora, para cincelar de forma pormenorizada la historia de los centros sanitarios que poblaron el territorio alavés desde la Alta Edad Media, surge un exhaustivo trabajo fruto de la colaboración entre el Servicio de Patrimonio Histórico-Arquitectónico de la Diputación Foral de Álava, la Universidad del País Vasco (UPV/EHU) y el Colegio Oficial de Enfermería de Álava. Una ardua labor de investigación desarrollada por los doctores Manuel Ferreiro Ardións (historiador y enfermero, profesor en la UPV/EHU) y Juan Lezaun Valdubieco (antropólogo y enfermero en la OSI Araba de Osakidetza), con la que han sacado a la luz verdaderas joyas escondidas -y muchas veces, olvidadas en los propios pueblos- del patrimonio histórico alavés. En total, han recopilado evidencias documentales de hasta 123 centros de hospitalidad distribuidos tanto en Vitoria, con el antiguo hospital de Santa María o de Santa Ana, como por los pueblos de todo el territorio. Y es que, aunque la existencia de estas casas de hospitalidad se ha vinculado históricamente a los lugares de peregrinaje religioso, “el amplio número de hospitales documentados y la larga pervivencia en el tiempo de los mismos demuestra verdaderamente su valor para las gentes de los pueblos en los que se fundaron”, y “evidencia una importancia que supera con creces” su vinculación exclusiva a ser espacios en los que se atendía a los peregrinos que pasaban por Álava, según recoge la publicación.

De hecho, ya en 1698 las Constituciones Sinodales del Obispado de Calahorra y La Calzada de 1698 señalaban que los hospitales “son comunes en todos los lugares, por pequeños, y pobres que sean”. Algo que, aunque lo parezca, no era ninguna exageración. Todavía en el siglo XVIII se documentan casi cincuenta hospitales en Álava, de los que al menos 36 estaban activos, y aún quedaba tiempo para que se fundaran media docena más hasta principios del siglo XX.

Como recuerdan en el estudio, estos hospitales nacen en la Alta Edad Media vinculados a monasterios y eremitorios. Se multiplican con el auge de las villas y se siguen fundando a menor ritmo durante la Edad Moderna, aunque posteriormente tienden a desaparecer con las primeras desamortizaciones y con las guerras de principios del XIX, siendo contados los que llegan al siglo XX. Sin embargo, no fue extraño que se reutilizaran nuevamente de manera transitoria en periodos de extrema necesidad, como en los años 40 de la postguerra. Estos últimos son, curiosamente, los que comúnmente han quedado en el recuerdo de las personas mayores durante los últimos años, si bien habitualmente no existe constancia de que efectivamente fueran centros hospitalarios antes de esa época. También, en algunos casos, lugares muy conocidos, como la Casa de la Dehesa de Olarizu, hoy en día hogar del Centro de Estudios Ambientales (CEA), ejercieron puntualmente de hospital, como durante las epidemias de peste de finales del siglo XVI.

El modelo de hospital más habitual tuvo su origen fundacional en los alaveses más pudientes, que en su testamento decidían dejar sus bienes o parte de ellos “para atender las necesidades sanitarias de los pobres, enfermos y peregrinos, por un lado, y las suyas por el otro”. Las primeras eran muy evidentes: el hambre, la meteorología de Álava, la inseguridad y la dureza de los caminos creaban necesidades sanitarias por cumplir. Pero los fallecidos buscaban al ceder sus bienes a estos fines una doble motivación. Una más celestial, al considerar que su altruista acción les situaría más cerca de Dios en la otra vida, y otra “más sibilina”, pues los hospitales tenían una fiscalidad benévola y se convertían en receptores de legados y donaciones de terceros, por lo que, “cuando el fundador nombraba como patrono del hospital a un descendiente, le estaba asegurando un medio de vida”, recuerda el trabajo de Manuel Ferreiro Ardións y Juan Lezaun Valdubieco.

En ocasiones, sin embargo, el legado del fallecido acababa por desaparecer en el tiempo. En 1655, Phelipe Saenz de Buruaga lega todos sus bienes en Etxabarri-Ibiña para que sus herederos “perpetuamente sean obligados de acoger y acojan y les den cama limpia a pobres”, y que además les faciliten lumbre y cama, verduras y caldo caliente. Menos de cien años después, en 1739, el hospital ya presentaba un estado ruinoso y su heredero agonizaba sin descendencia, antesala de su desaparición.

También hubo casos contrarios, como en Ullibarri Gamboa, donde en 1608 Juan Fernandez de Gamboa cede sus bienes al mismo fin y en 1739 el hospital no sólo seguía al pie del cañón, sino que generaba beneficios para ayudar a las huérfanas “hijas nativas de dicho lugar”, y para “alivio de estudiantes y vecinos”. Ospitalebaso en Marieta, ospitalsolo en Betoño, ospitalostea en Mendoza, ospitalondo en Audikana, hospital en Atiega, Artziniega, Bolibar y San Vicente de Arana… Multitud de localidades del territorio conservan nombres o lugares que recuerdan la antigua presencia de un centro de hospitalidad en sus calles. Las casas, de hecho, no eran diferentes a las del resto del pueblo -habitualmente contaban con sus propias huertas y zonas de pasto, para obtener otros recursos aparte de las donaciones-, y con frecuencia estaban situadas a la entrada o salida de la localidad, junto al camino principal. Era costumbre que lucieran un símbolo identificativo, a menudo una cruz de hospitalidad bien visible, aunque como los autores subrayan en su trabajo, que una casa conserve hoy en día un símbolo similar no implica necesariamente que en su momento fuera un centro sanitario.

Con el tiempo, algunos hospitales se especializaron en acoger y cuidar al perfil más habitual de la pobreza en aquellos tiempos (las mujeres y los niños), convirtiéndose en casas de viudas. Lo más habitual, sin embargo, fue que recibieran a toda persona sana o enferma necesitada de hospitalidad o carente de apoyos familiares. No sólo daban techo, fuego y alimento, sino también cuidados sanitarios domésticos o les procuraban los profesionales sanitarios necesarios si los requerían. Y de no haberlos en el pueblo, aseguran los autores del estudio, trasladaban a los impedidos y enfermos hasta el siguiente hospital en su ruta, y así hasta donde hubiera un recurso sanitario apropiado. Si morían, los enterraban, y si vivían, facilitaban “a los impedidos”, el menos en el hospital de Ribabellosa, un trozo de pan, un par de huevos y un poco de vino.

Los hospitales fueron “un eficaz engranaje en el control social de la pobreza mediante un sistema de movimiento continuo”, apuntan Manuel Ferreiro Ardións y Juan Lezaun Valdubieco, pero además “las rentas de muchos de ellos acabaron utilizándose como salvaguarda ante diversas adversidades locales, como malas cosechas o incendios, para vestir y alimentar a huérfanos, dar limosnas a los necesitados o, de manera reiterada, para convertirse él mismo en medio de supervivencia de alguna viuda pobre”. Lo habitual en estos centros, cuando tenían muchos recursos, era ser atendidos por un matrimonio hospitalero, al que se contrataba o se le tenía a renta, pero otros sólo aspiraban a contar con una hospitalera que, ante la necesidad de alguna viuda, se le ofrecía como medio de sustento.

La mayoría fueron desapareciendo poco a poco a medida que se extinguían sus rentas. Aquellos que llegaron abiertos a 1798 entraron expresamente en la primera desamortización y, de los que se salvaron, la mayor parte se arruinaría durante la invasión francesa, la guerra de Independencia o la primera guerra Carlista. Al abandonar su actividad muchos pasaron a engrosar el patrimonio de la diócesis o de los concejos, no siendo pocos los ejemplos de readecuación del antiguo hospital a casa del cura, del maestro o del pastor, o utilizados como cárcel o escuela. Algunos pueblos alaveses recuerdan aún a su viejo hospital en su callejero, como Bernedo, Elciego, Labastida, Narbaiza, Oion y Salinillas de Buradón, aunque lo habitual es que hayan perdido la noción de su pasado. Vitoria tiene algún recuerdo curioso, como el Caño de los Hospitales, por la cercanía del de Santa María y el uso transitorio como hospital del Palacio Escoriaza-Esquivel.

En algunos casos, sus materiales se utilizaron en la reparación de iglesias y ermitas, como el primitivo hospital de Alegría-Dulantzi, que fue derruido en 1473 para utilizarse su piedra en la fortaleza de los Lazcano y al derribarse ésta en 1783 se reaprovecharon sus materiales en la actual Casa Consistorial. En Dulantzi, de hecho, el informe ha constatado, para sorpresa del propio pueblo, que además del hospital de Torrealdea, documentado por Micaela Portilla, existió otro en San Martín, un área donde recientemente se han evidenciado restos arqueológicos de un gran complejo religioso. Otra “sorpresa” llegó al detectar que la ruta tenida por más frecuente por los peregrinos a Santiago entre Agurain y Dulantzi apenas se aprecia en la secuencia de hospitales documentados, mientras que su paralela, al otro lado del Zadorra, “no deja pueblo sin hospital”.

Investigación. El trabajo de investigación sobre la historia de los hospitales de Álava surge de la colaboración entre el Servicio de Patrimonio Histórico-Arquitectónico de la Diputación Foral de Álava, la Universidad del País Vasco (UPV/EHU) y el Colegio Oficial de Enfermería de Álava.

Autores. La publicación es obra de los doctores Manuel Ferreiro Ardións (historiador y enfermero, profesor en la UPV/EHU) y Juan Lezaun Valdubieco (antropólogo y enfermero en la OSI Araba de Osakidetza)