- La imagen de las calles del centro de Vitoria era ayer la propia de un día cualquiera del año. Ni siquiera de un festivo. Un día laborable normal y corriente. Cualquier otro año, la plaza de la Virgen Blanca debería haber estado ayer a rebosar por la bajada de Celedón y Edurne, pero los únicos txikis que desfilaban junto al monumento eran los que iban con sus padres de camino a otro lugar y se acercaban a los chorros de agua para refrescarse un poco del sofocante calor que asoló la capital alavesa hasta que la tormenta hizo acto de presencia por la tarde.

Ni siquiera las terrazas de los establecimientos hosteleros cercanos a la Virgen Blanca o la Plaza Nueva se permitían el lujo de lucir sus mesas completas, y de hecho la presencia más habitual durante la mayor parte de la mañana en las calles del centro no fueron ayer ni los turistas ni los blusas y neskas -salvo alguna excepción de camino a una comida de cuadrilla- que cualquier otro año estarían campando a sus anchas por la ciudad.

La cuadrilla más multitudinaria que recorría ayer la Virgen Blanca y alrededores iba en parejas y eran los policías, sobre todo locales pero también de la Ertzaintza, que caminaban vigilando que todo el mundo cumpliera las normas sanitarias y, sobre todo, que los bares tengan las mesas que figuran en sus licencias, por mucho que ninguno tuviera ayer precisamente que colgar el cartel de no hay billetes en sus veladores.

Por un año, el día del txiki en La Blanca, parecía más un día cualquiera de agosto inmediatamente posterior a las fiestas en los que Vitoria es un erial con apenas gente que los comercios y bares puedan llevarse a la boca. Pero ninguno de los escenarios festivos habituales de un 7 de agosto se acercaba ayer a sus mejores años. La plaza de Los Fueros mostraba al mediodía dos únicos visitantes. A un lado, un repartidor de Glovo aguardaba la llegada de un pedido en los restaurantes de la zona.

Al otro, en el frontón, un solitario pelotari mostraba su destreza bajo el sol sin ningún rival al que tratar de batir. Ni herri kirolak, ni conciertos, ni botellones adolescentes. Todo lo bueno tendrá que esperar.

A unos metros de Los Fueros, en la plaza de los Celedones de Oro, el autobús de la asociación de donantes de sangre que todas las fiestas de La Blanca busca la solidaridad de blusas, neskas y gasteiztarras en general aguardaba a que, incluso en estos complicados momentos, los donantes no dejen pasar la oportunidad de dar un poco de su sangre a cambio de salvar una vida. La nueva normalidad, en definitiva, ha resultado ser incompatible con las fiestas de La Blanca, que salvo contadas excepciones nocturnas apenas ha exorcizado los demonios del confinamiento en forma de desparrame festivo, haciendo valer el eslogan más habitual de estos días: "este año no toca".

Pero este año las calles no han necesitado limpieza a fondo en las primeras horas del día para camuflar el olor a gaupasa. Los blusas y neskas no han tenido que luchar contra el cansancio. Las txosnas no han ejercido de refugio festivo ni los puestos han podido vender recuerdos con los que echar la vista atrás dentro de unos años. De fondo, el único músico callejero que ayer se animaba a inundar la Virgen Blanca con el sonido de su saxofón buscaba el ánimo y el apoyo de los escasos ciudadanos que pasaban frente a él mientras huían del calor.

En las terrazas, un vendedor ambulante ofrecía el producto estrella de estas no fiestas de La Blanca a quienes tomaban algo en las mesas. Pero este año lo que vendía no era un muñeco con luces, ni un sombrero, ni una pistola de agua. El producto estrella que llevaba en su mano para vender a un módico precio eran, cómo no, mascarillas.

El producto estrella. Si otros años los vendedores ambulantes que llegaban a Vitoria en La Blanca convertían los sombreros o las pistolas de agua en el producto estrella de las fiestas, este año los pocos vendedores que se acercan a los clientes de los bares llevan en su mano otro producto estrella, menos lúdico pero mucho más útil, para ofrecer a quien quiera comprarlas: mascarillas.

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Los niños que jugaban al mediodía con los chorros del agua en la Virgen Blanca para combatir el calor eran ayer el único vestigio de lo que a esas horas debería estar pasando en la plaza de no haber mediado el coronavirus. Este 7 de agosto, Celedón y Edurne no pudieron hacer las delicias de los más pequeños de la casa.