Con las personas refugiadas, nuestras percepciones suelen estar influenciadas por la información transmitida por los medios de comunicación, los partidos políticos y nuestras propias experiencias . Pero hay historias que desafían esas ideas. 

Esta es una de ellas.

El DIARIO DE NOTICIAS DE ÁLAVA entrevistó a Ángela Aristizabal, una venezolana afincada en Vitoria desde 2020. No ha sido fácil llegar a donde se encuentra ahora, con una hija de corta edad y dirigiendo un negocio en Vitoria donde puede hacer lo que más le gusta: atender a sus clientes.

Ángela no tenía intención alguna de emigrar. Graduada en lo que aquí sería el equivalente a técnico comercial, ella y su marido tenían trabajos en empresas estatales que les permitían ganarse la vida. Sin embargo, Venezuela se enfrentaba desde hacía ya años a una crisis económica, social y política considerable. 

El punto de inflexión llegó cuando la propia empresa amenazó a su marido. Decidieron no darle importancia. “Mi marido no tenía ningún puesto de poder, era un solo un técnico”, explica. Hasta que un día, de camino al trabajo, unos encapuchados atacaron a Ángela. Era una advertencia de lo que podía pasar

Con el miedo aún en el cuerpo, tomaron la única decisión posible: salir del país para pedir asilo político en España.

Llegaron a Madrid en diciembre de 2019. “Llegamos a las 5 de la mañana a Barajas y no sabíamos ni a dónde ir. Los primeros meses fuimos tirando de los ahorros esperando el permiso. Mientras tanto, no podíamos trabajar. Y entonces llegó marzo de 2020…” 

Ángela gestiona una tienda de una conocida cadena de panaderías vitorianas. Jorge Muñoz

Llegó la pandemia y el confinamiento. Y se acabaron los ahorros. 

Pidieron ayuda. 

La Comunidad de Madrid les alojó en unos módulos prefabricados para solicitantes de asilo. Y, dos meses después, Cruz Roja les ofreció irse a Vitoria. “No sabíamos dónde estaba Vitoria ni el País Vasco. Cuando nos metimos en Internet, lo primero que vimos fue lo de la Green Capital. Se veía muy bonito y una ciudad acogedora. Y pensamos que no estaba tan mal. Decidimos venir, pero nos preocupaba conseguir trabajo”.

A su llegada a Vitoria-Gasteiz, les recibió Esti de Accem. Durante los primeros meses estuvieron en un piso de acogida. Mientras esperaban el permiso de trabajo, hicieron cursos de formación en Lanbide y Accem.

No sabíamos dónde estaba Vitoria ni el País Vasco. Cuando nos metimos en Internet, lo primero que vimos fue lo de la Green Capital. Se veía muy bonito y una ciudad acogedora.

Pocas semanas después de recibir el permiso, empezaron a trabajar. Ángela empezó en un supermercado a tiempo parcial. “Yo estaba encantada. No eran muchas horas, pero era un comienzo”. Eso implicaba su salida del programa de acogida. Lograron alquilar una vivienda y, en 2021, nació su hija.

A los pocos meses, Ángela volvió a trabajar. “Yo no podía quedarme sin trabajo. Había que pagar deudas y facturas”, explica. Pero eran contratos parciales y de sólo unos meses. Hasta que recaló en La Vitoriana. Empezó trabajando 15 horas a la semana y, con los meses, le ofrecieron la posibilidad de asumir la franquicia de una tienda.

“Yo al principio no lo veía. Yo venía de otro país, no conocía las leyes. No es sólo trabajar, es mucha responsabilidad. Me daba mucho miedo”, se sincera. 

Finalmente, Ángela decidió dar el salto. Empezó a gestionar una tienda en el barrio de Lakuabizkarra. “Emprender no es fácil. Estaría engañando si dijera lo contrario. Tienes que estar dispuesto a trabajar más”. 

Se lanzó sin saber que existían ayudas al emprendimiento. “Yo no lo sabía porque mi idea no era ser autónoma”. Según ella, una de las dificultades era que no era de aquí. “No conocía las leyes. Así que iba aprendiendo por el camino”.

La labor de su asesoría se volvió fundamental para resolver todas sus dudas. “Les molesté muchísimo. Yo pensaba: igual estos no quieren cogerme el móvil porque pregunto mucho”, dice entre risas.

Pero la experiencia, afirma, es muy positiva. “A mí me encanta mi trabajo, ver que me puedo organizar yo los horarios dentro de lo que cabe porque, al final, si alguna trabajadora se pone mala, yo la sustituyo. Pero los beneficios superan con creces las desventajas”. 

Tanto Ángela como las trabajadoras en su tienda son madres. “La idea es que cada una trabaje las horas que tiene que hacer, pero que no interfiera con su vida familiar. Si una de mis trabajadoras tiene que trabajar el sábado y su marido también trabaja ese día, yo cuido a su nena. Somos una red de apoyo”.

Su horario depende del turno que tenga su marido para poder llevar a su hija al colegio. Por las mañanas suele trabajar en la panadería y, por las tardes, cuida de su hija mientras está pendiente del negocio. “Cuando yo libro es porque mi chico no puede estar con la nena”. 

Emprender no es fácil. Pero me encanta estar con gente, de cara al público y mi negocio me permite precisamente eso y poder conciliar.

Aunque lleva casi 9 meses con la tienda, los resultados ya se ven. “Va subiendo la clientela y yo me digo, bueno, las cosas las estamos haciendo bien”. 

Pero sí se ha dado cuenta de que hay un importante componente social en su negocio. “A veces vienen personas mayores que no tienen con quien hablar, o que se confunden con facilidad”, explica. “Hablamos con ellas o les orientamos. Para algunas personas, comprar una barra de pan es la excusa para hablar con alguien. Y a mí, que me encanta estar con gente, de cara al público, es perfecto.” 

Al final, cuenta, una panadería es un lugar de encuentro. Gente que pasa por las mañanas o sólo por las tardes, que vienen a diario o de manera esporádica, pero que cada una tienen sus ritmos, sus preferencias y sus historias. “No es fácil, pero ahora mismo, no lo cambio por nada”