De forma tan ambigua como atinada, los diarios de la época retrataban a Heraclio Fournier no como a un patrono, sino como a un padre. La concepción familiar que de la empresa tenían tanto él como su esposa y sucesores hacía gala, en efecto, de una dualidad que desdibujaba la frontera entre la paternidad y el paternalismo. De ello se beneficiaron, y también todo lo contrario, las mujeres que engrosaron las filas de la icónica factoría alavesa.

Aritza Sáenz del Castillo Velasco nos brinda en su recomendable libro Naiperas. Una memoria viva la oportunidad de emprender un viaje de siglo y medio hasta los orígenes de esta exitosa apuesta empresarial, en el determinante marco de la Vitoria de finales del siglo XIX y principios del XX. Como tantas otras mujeres antes y después de ellas, las naiperas trataron de jugar la mejor partida posible con las cartas que les repartió su contexto histórico y social. Con su trabajo contribuyeron no solo a la economía local, sino también, y de forma inusual en la época, a sus respectivas economías domésticas, con la trascendencia que ello adquiría frente a la tradicional distribución de los roles de género. 

En un momento en el que toda actividad que distrajera a las mujeres de su cometido como ángeles del hogar era juzgada y condenada, muchas de estas trabajadoras renunciaban a su puesto una vez casadas. Incluso se les animaba a hacerlo con una suerte de indemnización bautizada, de forma reveladora, como dote. 

Plaza del Renacimiento Alex Larretxi

Mayor empleo

Heraclio Fournier fue una de las empresas que mayor número de mujeres empleó durante aquellos años, debido, principalmente, a lo competente, cualificado y concienzudo de su desempeño; sin obviar el significativo detalle de que su contratación salía mucho más barata que la de sus compañeros varones. Del mismo modo que a ellos les salían mucho más baratos los deslices. Y es que, mencionado paternalismo mediante, no solo la labor profesional de las naiperas, también sus hábitos extralaborales eran observados con lupa, y, de atisbarse en ellos falta de decoro o atentado contra la virtud, conllevaban el riesgo de sanción o fulminante despido.

De preservar la exigida rectitud moral de estas mujeres se encargaban la segregación por sexos, las estampitas religiosas que decoraban las instalaciones, los premios a las empleadas más ejemplares y ejemplarizantes y la acción social católica que, impulsada por el matrimonio Fournier, se materializó en un rico, aunque adoctrinador, catálogo de actividades formativas, de ocio y de refuerzo espiritual. 

El estatus y reconocimiento social del que, en virtud de su forzosamente intachable reputación, gozaban las naiperas, unido a unos salarios considerablemente superiores a los de otras obreras vitorianas y a las pioneras prestaciones sociales y asistenciales que ofrecía la factoría las convirtió, escribe Aritza Sáenz del Castillo, en “la aristocracia de las mujeres obreras”. Con la característica ranciedad del momento, medios como La Libertad se referían a ellas como un “plantel delicioso de muchachas bonitas, cuidadosas de su aseo y de su belleza, elegantes dentro de la sencillez y todo corazón” o “laboriosas y monísimas naiperas”, como si hubieran sido dibujadas por el mismísimo Walt Disney y fueran vestidas cada mañana por un ejército de pajaritos.

Una imagen incompatible, y así se hacía constar en el inventario de actitudes punibles de la conservadora empresa, con cualquier manifestación ideológica que pudiera conllevar huelgas, disturbios o paros encaminados “a destruir el honroso trabajo”. Pero nada pudo parar en el futuro las reivindicaciones del movimiento obrero y la ineludible reconversión de un sector industrial azotado por la crisis y el cambiante contexto social. 

Ya advertía Tolstói de que todas las familias felices se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera.