La primera condición del derecho es actuarlo libremente". Pocos argumentos más inapelables. Pocas premisas, en cambio, tan sistemáticamente ignoradas. Resulta obvio que aspirar a un sistema de gobierno plenamente democrático sin contar con la mitad de la ciudadanía es, por definición, imposible. Así lo entendió Clara Campoamor, para quien cualquier otra opción no constituía sino la interesada desvirtuación de un derecho fundamental.

En estos debates se encontraba inmersa, a finales de 1931, la naciente República, temerosos sus artífices y defensores de que el voto femenino, que consideraban todavía cautivo de maridos, padres o confesores, pudiera herir de muerte al joven y todavía frágil régimen político.

Entre los diputados de los partidos progresistas existía, respecto a este asunto, un considerable consenso en el plano teórico, si bien en la práctica pesaban más el tacticismo y la oportunidad política. Incluso Victoria Kent, única mujer -además de Clara Campoamor- presente en la Cámara y feminista convencida, consideraba, como muchos de sus correligionarios, que la apuesta por el sufragio femenino resultaba prematura, y que, por el bien de la República, era necesaria una labor pedagógica previa. Pero, ¿y si no llegara a darse la oportunidad?

En su recomendable obra El voto femenino y yo: mi pecado mortal, Clara Campoamor afirma certera que "hay entidades a quienes, como ocurre a los avaros, les adviene la muerte sin haber lucido su mejor traje". Resultaba injustificable, a su entender, un preventivo y oportunista aplazamiento. Argumentó la diputada en aquel histórico debate que, si refluía sobre las mujeres "toda la consecuencia de la legislación que se elabora para los dos sexos, pero solamente dirigida y matizada por uno", era menester que tuvieran voz y voto.

El sufragio femenino fue finalmente aprobado con 161 votos a favor y 121 en contra (incluidos los emitidos por compañeros de partido de Campoamor). Quedó recogido en el artículo 36 de la Constitución de 1931 y fue ejercido por primera vez en las elecciones de 1933.

Ni Victoria Kent ni ella lograron conservar sus escaños. Profecía autocumplida para quienes convirtieron el voto femenino en chivo expiatorio de la llegada de la derecha al poder; consecuencia mucho más directa, en opinión de Clara Campoamor, de la histórica (y vigente) fragmentación del bloque de izquierdas; como, a su entender, demostró la cita con las urnas de 1936.

Rendirse, con todo, no había sido nunca costumbre en ella, que, huérfana de padre a los diez años, se vio obligada a aparcar sus estudios para contribuir a la economía familiar; que, años después, logró acceder como funcionaria al cuerpo de Correos y Telégrafos; que, una vez licenciada en Derecho, se convirtió en una de las primeras (y escasas) abogadas de España; y que, como letrada, periodista, escritora, conferenciante y, por supuesto, diputada, defendió siempre con ahínco la innegociable igualdad jurídica, política y social de las mujeres.

La Ley de Divorcio de 1932, el amparo legal de los hijos ilegítimos, la regulación del trabajo infantil o la abolición de la prostitución fueron algunas de las causas por las que batalló sin descanso. Pero su defensa, prácticamente en solitario, del sufragio femenino se convirtió en un pecado mortal que le cerró las puertas de las formaciones políticas desde cuyas filas hubiera podido seguir trabajando en la construcción de un nuevo modelo de país.

La infame Guerra Civil vino a interrumpir de forma abrupta aquel propósito. Con ella llegaron también el forzoso exilio y la constatación, desde la impuesta distancia y una inevitable nostalgia, de la oportunidad perdida. En el exilio suizo en el que, en 1972, murió, fue consciente, como lo sería hoy, de que "no hay otro país como el nuestro para el paso atrás y la vuelta al medievo".