Mucho antes de visitarlas, Concepción Arenal ya tenía una idea aproximada de cómo eran las cárceles en la España del siglo XIX.

En ellas se consumió su padre, Ángel del Arenal, miembro de una ilustre familia santanderina. Militar de ideología liberal, fue represaliado por mostrar su rechazo al régimen absolutista de Fernando VII. Las deplorables condiciones de aquellos calabozos afectaron de forma irreversible a su salud y dejaron a Concepción huérfana de padre a los 9 años.

Para entonces ya habían calado en ella tanto los firmes ideales de su progenitor como su entereza para defenderlos. Comprendió demasiado pronto que ponerse "a bien con la verdad" exigía, en no pocas ocasiones, ponerse "a mal con unos y otros". A lo largo de su combativa existencia, ella misma hizo frente a diferentes formas de encarcelamiento; empezando por los excluyentes roles de género.

El programa lectivo de la escuela para señoritas en la que fue matriculada por su tradicional madre, descendiente de una noble familia gallega, no iba mucho más allá de las normas de comportamiento exigibles a las jóvenes de su clase y condición. Una dieta intelectualmente muy pobre para la hambrienta de conocimiento Concepción, quien, de forma autodidacta, se sumergió en los libros que encontró en las bibliotecas familiares para nadar a pulmón por las insondables aguas de la historia, la geografía, las ciencias, la literatura o la filosofía.

A los 21 años, convertida en heredera de la fortuna familiar, confirmó que ni la solvencia económica podía derribar determinados muros. Dado que los estudios superiores estaban vetados a las mujeres, se coló en la Facultad de Derecho de la Universidad Central de Madrid vestida de hombre, luciendo una levita, una capa, un sombrero de copa y el pelo corto.

Pronto se descubrió que aquel "excéntrico" alumno era, en realidad, una mujer; pero la tenaz Concepción llegó con el rector a un acuerdo sin precedentes: tras someterse a un examen en el que obtuvo incontestables resultados, se le permitió seguir asistiendo a clase, aunque solo como oyente. Sin matrícula, sin exámenes, sin título oficial y permanentemente escoltada y custodiada.

Pese a semejantes medidas cautelares, fue en el campus donde conoció al abogado y escritor Fernando García Carrasco, con el que acabaría formando un matrimonio moderno e igualitario, del todo inédito en la época. Con él, aunque de nuevo vestida a la usanza masculina, frecuentó Concepción las restrictivas tertulias políticas y literarias de la época. Por desgracia, enviudó de forma prematura, y, tras años dedicada a la literatura y a la publicación de artículos en periódicos de corte liberal, dio comienzo a una nueva etapa de su vida, consagrada a la filantropía y el activismo social.

Grabado en su mausoleo

Sin renunciar a sus profundas raíces católicas, reivindicó en sus ensayos la necesidad de revisar las relaciones entre el Estado, la Iglesia y la sociedad civil; y, en paralelo, los conceptos de beneficencia, filantropía y caridad.

Tras convertirse en la primera Visitadora de Prisiones de Mujeres, tampoco ahorró detalles en su feroz denuncia de la sordidez, el hacinamiento, la insalubridad y los abusos que padecía la población presa, privada de cualquier oportunidad de reinserción. "Odia el delito y compadece al delincuente", afirmaba reveladora.

Como pionera del feminismo español, argumentó en contra de las teorías que defendían la inferioridad biológica, moral o intelectual de las mujeres y reivindicó su derecho a recibir una educación que permitiera su desempeño profesional en condiciones de igualdad.

Austera y reservada hasta lo obsesivo, murió en 1893, a los 73 años. Grabado en su mausoleo quedó el epitafio "A la virtud, a una vida, a la ciencia". Grabadas en nuestra memoria sus sabias reflexiones, como el certero "Abrid escuelas y se cerrarán cárceles".