En palabras de Ortega y Gasset, "sin incurrir en hipérbole, puede asegurarse que María de Maeztu es la primera pedagoga española".

Consciente de que la libertad individual, la igualdad de oportunidades y la plena participación en la construcción de la sociedad pasan, necesariamente, por un acceso igualitario a la educación, la rebautizada por sus alumnas como La Brava tuvo siempre muy clara su "misión": la reforma de un anquilosado y excluyente sistema educativo. A la mayor impulsora en España del acceso de las mujeres a una educación de calidad no le faltaron tempranos referentes.

Nacida en Vitoria-Gasteiz, el 18 de julio de 1881, se crió en un hogar ilustrado y acomodado; hasta que las malas decisiones financieras y la prematura muerte de su padre, un hacendado cubano de origen navarro, dejaron a la familia en una delicada situación.

Su madre, la inteligente, culta y carismática maestra inglesa Jane Whitney, en adelante conocida como Doña Juana, se estableció con sus cinco hijos en Bilbao, donde fundó una academia para niñas en la que la propia María hizo sus pinitos como precoz docente.

Ya licenciada en Filosofía y Letras, la joven inició su trayectoria profesional como profesora de una escuela pública en la capital vizcaína; y no tardó en introducir revolucionarios cambios, que en el futuro implementaría también como directora del departamento de Primaria del madrileño y experimental Instituto Escuela.

"Es verdad el dicho antiguo de que la letra con sangre entra, pero no ha de ser con la del niño, sino con la del maestro", afirmó, en 1909, en una conferencia impartida en Oviedo. La reformista educadora no era partidaria de la memorización de contenidos ni de los encorsetados libros de texto; defendió la plena integración de las ciencias y las artes; le gustaba impartir sus clases al aire libre y no encontraba necesario ni apropiado segregar a los alumnos por sexos; puso en funcionamiento cantinas escolares que garantizaban nutritivos menús a los alumnos más vulnerables; y apostó, para escándalo de no pocos, por una educación laica.

La brillante, aplicada, decidida y vehemente María, que, de forma muy inusual en la época, dominaba varios idiomas, no solo accedió a becas de ampliación de estudios internacionales, sino que también se convirtió en inmejorable embajadora en congresos pedagógicos más allá de las fronteras españolas.

Confirmó su idea de que las cosas podían hacerse de otra manera. Y, convencida de que "toda mujer que piensa debe sentir el deseo de colaborar como persona en la obra total de la cultura humana", fundó y dirigió en Madrid la pionera Residencia Internacional de Señoritas, que impulsaba la capacitación intelectual y profesional de las mujeres y facilitaba una alternativa al forzoso matrimonio como única vía de supervivencia social y económica.

Cofundó y presidió asimismo el Lyceum Club Femenino, que, como otros que ya operaban en Europa, brindaba a las mujeres, fuera cual fuese su ocupación o ideología, un entorno en el que colaborar, intercambiar opiniones y aprender sobre las más diversas materias. Les ofrecía autonomía, igualdad y solidaridad. Salir del aislamiento, la invisibilidad y la obligada reclusión doméstica. Alzar la voz que la obediencia, la sumisión y el veto en los círculos intelectuales silenciaban.

Calificadas de "excéntricas", "desequilibradas" o "madres desnaturalizadas", las integrantes del desdeñosamente renombrado como "club de las maridas" fueron objeto de furibundos ataques, incluyendo a un desafortunado Jacinto Benavente, que rehusó ofrecer una conferencia en el Lyceum con un ambivalente y penoso "a mí no me gusta hablar a tontas y a locas".

La llegada de la Guerra Civil puso fin al sueño reformista de María. Murió, el 7 de enero de 1848, en un doloroso exilio que, durante años, derivó en un injusto olvido.