En el año 1947, tras una fuerte tormenta que descargó su ira sobre Trebiño, un vecino de Imiruri llamado Víctor Moraza subió a la ermita de Burgondo a comprobar su estado. No podía sospechar que aquel relámpago que había dañado el techo del templo, dejaría al descubierto un objeto al que, de momento, no se ha podido dar ninguna explicación sobre su origen.
En una grieta producida por la caída del rayo apareció un precioso medallón con la imagen de la Inmaculada Concepción y que, seguramente, alguien había escondido entre sus paredes durante la construcción del edificio. Hoy en día, y pese a que el estado ruinoso de la pequeña iglesia hace del todo imposible su utilización para el culto, los vecinos de los pueblos de Imiruri, San Vicentejo, Aguillo, Ajarte y Uzquiano, que conforman la Cofradía de la Virgen de Burgondo, continúan acudiendo cada 15 de agosto a las ruinas para celebrar una misa en la que se venera dicho medallón.
De la existencia de esta ermita hay constancia escrita desde 1556, cuando se menciona que existía “desde tiempo inmemorial”, continuando como lugar de veneración de la Virgen de Burgondo hasta que un incendio fortuito la destruyó en 1983. Había muchas tradiciones asociadas a esta virgen, como la bendición de velas cada dos de febrero, festividad de la Presentación de Jesús en el templo, cuyas candelas se utilizaban como protección frente a las tormentas y que también se encendían cuando alguien enfermaba. De la misma manera, también utilizaban el agua bendita recogida en el Sábado de Gloria, que se aseguraba tenía propiedades especialmente curativas. Y es que, la fama de milagrosa de esta virgen era de sobra conocida, llegando algunas personas a viajar desde lugares muy distantes para hacer rogativas en épocas de sequía.
Pedro Ogueta, el último mayordomo de la Hermandad de Burgondo, afirmaba que, en una ocasión, tras meses sin que lloviera y a punto de perderse las cosechas, subieron en procesión, comenzando a caer un aguacero poco después. Pero si hay un milagro que aún se recuerda entre los vecinos de la comarca, es el que ocurrió cuando un lugareño llamado Braulio ascendía, con su carro, con unos pellejos de vino el día de la romería. En un descuido, mientras soltaba el caballo, el carro empezó a bajar descontrolado por la ladera.
Dicen los testigos que Braulio se arrodilló y pidió a la virgen que evitara el desastre, prometiendo no volver a blasfemar si así lo hacía. Incomprensiblemente, el carromato se detuvo segundos después, y, fiel a su juramento, Braulio, conocido hasta entonces por su lenguaje malsonante, no volvió a pronunciar blasfemia alguna.
Se podría continuar relatando multitud de milagros y leyendas asociadas al lugar, pero no se pueden obviar las curiosidades relativas a la propia edificación. Lo primero que sorprende es su orientación sudeste-nordeste, poco habitual en las construcciones cristianas que, por regla general, se construyen siguiendo la línea geográfica que va del este al oeste. En un principio podría achacarse a la orografía del terreno, pero una observación más detallada hace suponer que la explanada y los muros de contención, que protegen la ladera, se realizaron para forzar dicha orientación.
Es curioso que las otras dos construcciones cristianas con una toponimia similar, Burgohondo en la provincia de Ávila, y Bergondo, en la de A Coruña, compartan la misma orientación. Más aún cuando todo parece apuntar a que el origen de estos tres lugares podría encontrarse en el linaje de los reyes burgundios de Francia.
Otro detalle que sorprende es su espadaña, ya desaparecida. Gracias a las fotografías realizadas por López de Guereñu es posible contemplar la ermita en todo su esplendor, y comprobar que, mientras la ornamentación de toda la edificación es muy simple, no lo es la del campanario. Resulta chocante que se dedicara tanto esfuerzo y dinero en tallar un elemento arquitectónico, cuya función principal no era la de ser observado, y más aún, que se labraran muchas de las piedras para después quedar ocultas por la propia iglesia. Especialmente destacable es una figura que, hasta principios de la década de los noventa del siglo pasado permaneció en el campanil, y que dio pie a multitud de teorías sobre su origen. Se trata de una figura humana, vestida con una túnica que le llega hasta los pies, y de cuya cabeza surge una corona de rayos.
He de reconocer que durante un tiempo, yo también especulé con la posibilidad de que se tratara de la representación de algún ídolo azteca, seguramente traído por alguno de los indianos que retornaron de las américas. Hasta que un día, paseando por el Cantón de las Carnicerías de Vitoria-Gasteiz, muy cerca de la calle Correría, me topé sobre el escaparate de una tienda con aquella misma.
Aunque hasta la fecha no he podido descubrir como acabó incrustada en la fachada de dicha casa, la comparativa de la imagen, con algunas fotografías realizadas en 1930, ha permitido corroborar que no se trata de una figura similar a la existente en Burgondo, sino de la misma, ya que la coincidencia de los detalles es exacta al cien por cien. En cualquier caso su ubicación actual ha evitado su desaparición y permite que cualquiera de nosotros pueda observar, con sus propios ojos, uno de los pocos elementos que han sobrevivido a la destrucción de la ermita de Burgondo de Trebiño.correo@juliocorral.net