Hay mucha gente que no conoce que, a finales del siglo XIX en el actual Asador 10 Erretegia de Betoño, existía una venta llamada del Grillo. Sobre la puerta de acceso, todavía se ve, aunque de forma casi ilegible, una inscripción que hace mención a ello. Regentada por José Sarria, debido a su excelente comida, a la atención de sus clientes, y a lo ajustado de sus precios, alcanzó muy buena fama entre quienes buscaban alojamiento en las proximidades de Vitoria. Y, lo que todavía es mas desconocido, son los espantosos sucesos que ocurrieron allí, una noche de febrero, en 1879. El día 5, al acercarse un cliente al establecimiento, se encontró con los cadáveres de los propietarios y el de la criada, brutalmente asesinados.
El horror de la escena provocó que corriera la voz entre la ciudadanía, y se comenzara a sospechar de cualquier forastero que, en aquellas fechas, se encontrara en la ciudad. En la noche del crimen, alguien había visto a dos soldados del regimiento de artillería de montaña, merodeando por los alrededores, por lo que se organizó una batida encaminada a su localización, al final fueron detenidos en las inmediaciones de Salvatierra. Conocida la noticia, y al saberse que les trasladarían a Vitoria en tren, se congregó una multitud enfurecida en la estación. La preocupación de los alguaciles municipales, a la vista de lo exaltado de los ánimos, hizo que temieran un linchamiento, por lo que decidieron detener el ferrocarril en el paso a nivel de la calle Rioja y trasladar, en secreto, a los detenidos, utilizando un carro con toldo.
Sanos y salvos en la prisión se les interrogó y se comprobó que aquellos hombres no habían tenido nada que ver en el asesinato, aunque confesaron que habían desertado, por lo que fueron entregados a las autoridades militares, que les sometieron a consejo de guerra. Pasaron los días y, tras las autopsias pertinentes, se procedió a dar sepultura a las víctimas, conocidas por todos los vitorianos. Fueron muchos los que asistieron a los actos, entre ellos, uno de los alguaciles municipales, llamado Pío Fernández de Pinedo, quien, años más tarde, sería conocido por detener a Juan Díaz de Garayo, El Sacamantecas. No se sabe bien que es lo que provocó que dicho alguacil se fijara en Dominica Regúlez Martínez, más conocida como La Regúlez. Al parecer, fueron sus gritos pidiendo entre aspavientos que “se despedazase a los desalmados asesinos”, debieron de ser tan exagerados, que muchas personas se sintieron molestas por su comportamiento.
Pio Pinedo conocía los antecedentes policiales de esta mujer, y procedió a detenerla en los días posteriores, junto a otras seis personas. El sistema judicial de aquella época no tenía nada que ver con el actual, especialmente cuando se trataba de ciudadanos de las clases más bajas de la sociedad. Por ello, existen recelos sobre los “métodos cristianos” utilizados para arrancarles la confesión. Sea como fuere, tras las primeras declaraciones contradictorias, finalmente reconocieron su participación en lo acaecido. Fue la propia Dominica quien planificó el asalto, convenciendo al resto de la facilidad con la que podría realizar el robo. La venta era un negocio próspero, que se suponía podía suponer un botín importante, y el riesgo, presuponía, mínimo. La noche del 4 al 5 de febrero, salieron desde el pueblo de Margarita, donde trabajaban como temporeros, hacia Betoño. Uno de los detenidos, Lorenzo Abajo, decidió en el último momento no participar, asegurando a sus amigos que mantendría el secreto. Hay quien cree que en él estaría el origen de las sospechas del alguacil, aunque oficialmente no quedó constancia. El ataque fue inmediato. Nada más abrir la puerta, el ventero fue amenazado por el grupo, pero el hombre se negó en redondo a entregarles el dinero, lo que debió de enfurecer especialmente al conocido como El Catalán.
Al ver que las amenazas no amedrentaban a Pepe Sarría, el criminal le llevó a rastras hasta la cuadra, donde apuñaló a uno de los caballos allí resguardados, advirtiéndole de que el siguiente seria él. Es difícil imaginar la brutalidad necesaria para atacar de tal forma a un fornido animal aun cuando se encontrara atado, pero el ensañamiento fue tal, que el pobre animal tuvo que ser sacrificado al día siguiente. La irritación de El Catalán llegó a tal punto, que, en un arrebato, le cortó el cuello al tabernero, con tal fuerza, que prácticamente le seccionó la cabeza. Cuando regresó a la venta hizo salir al resto de los asaltantes, que se habían quedado vigilando a la esposa. Cubierto de sangre y con los ojos desorbitados, fue la mujer la que tuvo que enfrentarse a su ira irrefrenable. La pobre señora ignoraba dónde guardaba su marido el dinero, por lo que, a pesar de su temor, no pudo satisfacer las demandas del asesino, quien, finalmente, acabó degollándola con la misma brutalidad que a su esposo.
En el piso superior se encontraba la criada y sobrina de los venteros, los asaltantes aseguraron que la encontraron durmiendo, aunque es de suponer que, en realidad, la pobre muchacha lo simulara, confiando en que ignoraran su presencia. Pero aquello no le salvó la vida. El Catalán se abalanzó, de nuevo, con furia sobre su siguiente víctima, tratando de asfixiarla con la almohada, y, aunque la joven hubiera pretendido entregarles el dinero, tampoco pudo, pues, antes de que pudiera reaccionar, fue apuñalada repetidamente en el estómago, recibiendo, a continuación, una cuchillada en el cuello. Una vez acabaron con la vida de todos los ocupantes, solo les quedaba registrar el edificio. El exiguo botín se limitó a 185 pesetas y a algo de ropa que El Catalán regaló a su novia. Pero la falta de escrúpulos de la banda no acabó ahí. En la misma cocina donde se encontraba el cadáver de la ventera, La Regulez preparó una cena que todos degustaron. Incluso uno de ellos, saciado, tuvo la sangre fría de echar una cabezada junto a la fallecida. Antes de que amaneciera, se lavaron y regresaron a Margarita, donde nadie había notado su ausencia. Tras los juicios en Vitoria y las pertinentes apelaciones a la Audiencia Provincial de Burgos, el destino de estos personajes fue dispar. En el caso de Lorenzo Abajo, se le declaró inocente al no haber participado en el suceso, y fue puesto en libertad. El resto de los acusados fueron condenados a muerte, aunque no todos acabaron en manos del verdugo.
Segundo San Nicolás, alias El churrero, acabó volviéndose loco y fue ingresado repetidas veces en el manicomio de Valladolid. Se le declaró demente, y terminó sus días en reclusión psiquiátrica. Tampoco Dominica, la instigadora, fue ejecutada. Pese a no mostrar en los juicios ningún tipo de arrepentimiento, se le conmutó la pena por cadena perpetua, probablemente por su condición femenina. El resto de los implicados, Juan Pérez Regúlez, hijo de Dominica Regúlez, Santiago y Venancio López Pérez, cuñados de esta, y Juan Ángel Mateo Serra, El Catalán, fueron ajusticiados por el sistema del garrote en las inmediaciones del Polvorín, tres años después de los asesinatos, cerrándose así uno de los episodios mas macabros de la historia de Vitoria? pero no el último.
correo@juliocorral.net