Estamos a pocos días de celebrar la festividad del patrón de Álava, San Prudencio, a quien, con el debido respeto, pero sobre todo con mucho cariño, algunos apodan como el meón, porque si hay algo típico de la romería, además de los caracoles y los perretxikos, los puestos de rosquillas, o la retreta del día anterior, es que el 28 de abril suele ser extraño que la lluvia no haga acto de presencia. Para hacernos una idea de lo que comento basta hacer memoria y constatar que, ya en el siglo XIX, en el Teatro Principal de Gasteiz se representaba una obra titulada precisamente El agua de San Prudencio.

El que fuera obispo de Tarazona (localidad natal de Marian, la ilustradora de estos artículos) nació, según muestra su biografía, en el siglo VI en la localidad de Armentia, en Álava. Siendo éste uno de los pueblos más antiguos de la provincia, y pese a que, en la actualidad, pueda parecer una pequeña localidad, gozó de una gran importancia, pues allí se encontraba la sede episcopal hasta el momento de la desaparición del Obispado de Armentia.

Cuando en 1489 la Colegiata de Armentia se trasladó a lo que hoy es Santa María, en Vitoria, el templo donde estaba ubicada pasó a ser la parroquia de San Andrés. No obstante, las ordenanzas del Cabildo de Santa María marcaban que los canónigos debían trasladarse hasta Armentia una vez al año para celebrar misa allí. Según parece, la primera vez que así se hizo fue el 28 de abril de 1498 cuando, junto a los religiosos, acudieron las autoridades de la provincia en lo que seguramente fue el germen de la actual romería.

Seguramente con anterioridad ya se celebraban actos en honor del santo, al que casi todos consideraban patrón de Álava mucho antes de que se hiciera oficial en 1644, aunque en aquel entonces los restos de San Prudencio se encontraban muy lejos de Armentia, contando los alaveses con tan solo algunos pequeños trozos de las reliquias.

Tras el fallecimiento de San Prudencio, y debido a la fama de santidad que siempre le rodeó, las localidades de Tarazona, en la que ejerció, y de El Burgo de Osma, donde pasó sus últimos días, comenzaron a pleitear por el derecho a custodiar sus huesos. La falta de acuerdo fue dirimida mediante la antigua costumbre de dejar que fuera la mula que le sirvió en vida, la que decidiera su lugar de descanso. Para ello, se colocó el cadáver sobre ella y se la dejó andar hasta que el animal se detuvo en una cueva del riojano monte Laturce. Allí se le dio tierra, construyéndose posteriormente un monasterio para su custodia.

En 1962, y coincidiendo con el primer centenario de la diócesis de Álava, se trasladó desde Logroño un arcón con las reliquias del santo. Una vez llegaron a Vitoria, se llevaron hasta el palacio de La Provincia, para posteriormente ser procesionados hasta la catedral de Santa María, donde se celebró una misa, tras lo cual dichos huesos regresaron a la capital riojana.

No obstante, lo más sorprendente de aquel día no fue lo que acaeció, si no, precisamente, lo que no ocurrió. Días antes, un grupo de seminaristas de Vitoria planearon secuestrar el arca en la calle Magdalena, cuando ésta fuera traspasada desde el camión que la traía desde Logroño a una carroza. Finalmente el plan se frustró y el hecho se mantuvo en secreto hasta 1981, cuando José María Sedano sorprendió a todos confesando las maquinaciones para aquel rapto, precisamente durante el pregón de la festividad de San Prudencio. Pero ha llegado el momento de retomar el origen del apodo de meón con el que se asocia a nuestro patrón.

Antiguamente, los terrenos en los que hoy se celebra la romería y los adyacentes, eran utilizados como campos de cultivo. Esto ocasionó más de una disputa entre los propietarios y quienes acudían a las celebraciones, pues el continuo trasiego de personas, caballerías y carromatos causó más de un destrozo en las cosechas. Sin embargo aquellos agricultores no querían enemistarse con quienes acudían al lugar, por lo que, en vez de enfrentarse a ellos, optaron por pedir ayuda al propio santo.

Entre otros hechos prodigiosos, la tradición hacía mención a una ocasión en la que San Prudencio atravesó el río Duero, llegando a la otra orilla sin haberse mojado. Este milagro hizo que se creyera que el santo era capaz de dominar el agua, y por tanto, controlar la lluvia.

Entre la documentación conservada, hay constancia de la entrega de diversas cantidades de pellejos de aceite solicitando a San Prudencio que lloviera el día de la festividad. De ese modo, y confiando en que así ocurriría, las inclemencias meteorológicas provocarían que la afluencia de público fuera mucho menor, y por tanto, también lo serían los destrozos en los sembrados.

Y todo hace pensar que aquellas rogativas fueron efectivas, aunque eso no impidió que las multitudes continuaran acudiendo a los actos en las inmediaciones de la iglesia.

Seguramente muchos asocien estas precipitaciones al conocido refrán que dice En abril, aguas mil, pero también estamos quienes nos gusta pensar que, incluso hoy en día, cuando ya han dejado de hacerse las ofrendas, San Prudencio continua siendo fiel al compromiso que contrajo con aquellos vecinos de Armentia, y eso provocará que la lluvia acompañe, como parte de la tradición, en cada romería.