grecia, más en concreto la isla de Lesbos, se ha convertido en la puerta de entrada a Europa que casi todos los días se atreven a cruzar en atestadas barcazas decenas -incluso cientos- de desplazados, siempre en función de las condiciones climatológicas. Huyen de Siria e Irak, desangrados por las guerras, pero también de países mucho más remotos, como Afganistán, Pakistán o Irán, para dejar atrás la miseria y la muerte. Muchos de ellos forman parte de familias enteras que en su desesperado viaje llevan consigo a bebés de pocos días. Hay ancianos, niños de todas las edades y también mujeres en avanzado estado de gestación, a pesar del evidente riesgo.

Solamente desde que comenzó este 2016, al menos 320 personas han muerto en naufragios en el mar Egeo, donde se encuentra Lesbos, o permanecen desaparecidas en sus aguas, según los últimos datos aportados por la Organización Internacional para la Migración. Pero el mero hecho de llegar a la isla, situada a apenas diez kilómetros de las costas turcas, alumbra el camino hacia un futuro mejor. Una vez allí, no todos corren la misma suerte.

Las jóvenes gasteiztarras Sara Polo y Ane Molinillo tomaron el pasado 16 de enero un avión rumbo al país heleno con Lesbos como destino final, movidas por su deseo de echar una mano en el caos. Con ellas, la también vitoriana Lara Carrasco, que en su caso se instaló en la capital, Atenas, a donde la inmensa mayoría de esos refugiados que primero hacen escala en la isla se dirigen después en ferri. Lo hicieron de la mano de la ONG Save the Children, de la que las tres forman parte, en el marco de su programa de atención a personas desplazadas. La emergencia humanitaria es de tal magnitud que prácticamente no hay una organización que no esté ya sobre este terreno. Allí estuvieron acompañadas por voluntarios de Sevilla, Barcelona y Valencia y de otras partes de Europa también seleccionados por la ONG, tras completar una necesaria formación en distintas materias. Acaban de regresar a casa esta misma semana y se han animado a contar su historia, aún subidas en una nube.

“Este martes, haciendo una cura de sueño, vi en la tele que llegaban diez barcas a Lesbos. Y me pregunté, ¿qué hago en el sofá de mi casa?”, reconoce Ane. Debido al buen tiempo que ha hecho estos últimos días en la zona, la llegada de barcas a Lesbos que con la mala mar se habían quedado atascadas en Turquía se ha multiplicado. La necesidad de apoyo allí es, por tanto, constante, como el flujo de familias. “Mentalmente, no terminas de ubicarte aquí. Es difícil de explicar todo lo que tengo dentro”, añade, por su parte, Sara.

Cuando hace poco más de un mes pusieron sus pies en Lesbos, Ane y Sara pronto se dieron cuenta de que aquel “caos” que hasta entonces solo conocían a través de los medios de comunicación era la punta de un inmenso iceberg. “Es pura supervivencia. Hacía muchísimo frío, nevaba... Veías bebés empapados después de llegar en aquellas barcas a los que les quedaban grandes los buzos para niños de tres meses”, describe Sara.

No tardaron en crear allí “vínculos muy fuertes” con las familias, a pesar de que muchas de ellas apenas alargaban durante unas pocas horas su estancia en Lesbos. Quieren llegar a un lugar seguro, por encima de todo, donde rehacer sus vidas. Y lo quieren hacer rápido, porque el tiempo es oro y los recursos económicos, limitados en muchos casos. “Si se demoran en coger el ferri a Atenas es porque hay colas o huelgas o se han quedado sin dinero”, explica Sara.

Ane y ella han trabajado en los dos campos de acogida para refugiados instalados en este corto peaje del largo camino, llamados Moria y Kara Tepe. Al primero acuden todos los recién llegados a Lesbos para lograr un número de registro. Los voluntarios intentan facilitarles allí la vida durante la espera, que puede ser muy larga si el tránsito de personas es grande. El segundo, más tranquilo, acoge a familias iraquíes y sirias en exclusiva. Ambos campos cuentan con un espacio amigable para la infancia donde las jóvenes gasteiztarras han compartido vivencias, juegos, dibujos y sonrisas con los cientos de niños que allí han llegado durante su estancia.

En Moria, donde la situación de las familias es mucho más precaria tras la travesía por el Egeo, el voluntariado se encarga también de repartir kits para los bebés, alimentos y “todo lo que no es comida”, como por ejemplo la ropa de invierno. En definitiva, cualquier cosa que suponga cubrir las necesidades más básicas de los que lleguen. “Al llegar allí, mirábamos a todas partes buscando a la gente que necesitase atención, identificándoles y derivándoles a donde tenían que ir. Yo sentí una gran sensación de responsabilidad. Y me sorprendió todo lo que puedes comunicar sin saber un idioma”, describe Sara. Porque en Lesbos se habla árabe, farsí, urdu... Y los traductores en inglés brillan por su ausencia.

En Kara Tepe, donde las familias ya han recibido las primeras atenciones y están más “tranquilas”, Ane y Sara también colaboraron en la distribución de comida. “Ha sido una experiencia muy enriquecedora. Lo que ves en las noticias es una cuarta parte de lo que ves allí”, reconoce Ane. “Ha sido muy bonito. Cuando te preparas para ir te pones en lo peor, pero en Lesbos aún existe esa esperanza, pese al viaje tan duro que tienen que hacer en la barca. Sin embargo, en Atenas todo cambia y hay mucha desilusión”, añade Sara.

confusión No en vano, son muchos los que, tras llegar a la capital griega en ferri, ya no pueden continuar después su viaje, debido al habitual cierre de fronteras o la restricción de nacionalidades que pueden cruzarlas. “Es una situación muy cambiante, pero hay mucha desinformación y confusión. Ahora, el gran problema es la cantidad de gente que se queda en Grecia porque no puede salir de allí”, explica Sara.

Su compañera de viaje Lara vivió el problema en primera persona, en Atenas, una ciudad sumida también en una profundísima crisis pero que, por lo general, ha acogido con los brazos abiertos a los refugiados, en gran medida al estar sufriendo esa necesidad en sus propias carnes. “Cualquiera de esas personas podría ser yo. Allí eres muy consciente de lo privilegiados que somos simplemente por tener un pasaporte europeo”, reflexiona la joven voluntaria. “Ya no puedo hablar de refugiados o inmigrantes. Simplemente son personas que buscan sobrevivir y una vida para su familia”, añade, a renglón seguido, su compañera Sara.

Lara, más concretamente, ha estado destinada tanto en Elliniko, en un aeropuerto abandonado a las afueras de Atenas reconvertido en campo de refugiados, como en el hotel Soho de Omonia, a donde llegan numerosas familias de desplazados para recibir distintos servicios básicos. Allí también ha tenido un contacto directo con las víctimas más jóvenes de esta tragedia, en sendos espacios amigables y seguros para los niños, donde a través del juego logran “desconectar de todo lo que están viviendo”. Una de sus grandes satisfacciones, entre otras muchas, fue poder ver a una familia “volver al salón de su casa, sentados en suelo”, en uno de estos espacios. “Hay momentos muy duros, porque es injusto ver a tantos niños sufriendo y que nada esté en sus manos”, describe de nuevo Sara.

La situación en Atenas también es “muy cambiante”, según explica Lara, en función de los flujos de personas que lleguen allí. En uno de los días de mayor trabajo, llegaron a atender a 127 niños. “Muchos llegaban enfermos, pero no podían perder ni un minuto en el viaje. Y luego, de las cosas más duras a las que me he enfrentado es ese dejar ir. En sus abrazos hay mucho agradecimiento. Son muy humildes y nadie nos ha pedido nada en todo este tiempo”, describe Lara. “Aunque hayas estado solo dos o tres días con unos niños, te vienen sus caras, sus nombres, sus dibujos”, reconoce también, nostálgica, Ane.

El viaje ha cambiado la vida de estas tres jóvenes, que ahora apenas pueden desconectar de sus experiencias. “La vuelta ha sido dura. Sigues en contacto con la gente de allí, te siguen contando las situaciones cotidianas y sientes mucha impotencia”, describe por su parte Sara. Porque la tragedia sigue, si cabe con cada vez más intensidad. Por suerte, en Lesbos y en Atenas todavía quedan muchas Laras, Anes y Saras.