El sol asoma colorado en el tendendero del horizonte vitoriano, como si le costara esfuerzo despertar. Ellos, sin embargo, llevan ya un rato en pie. Recogen las desbrozadoras, motosierras y olladoras y las suben a la furgoneta de la empresa. Les esperan cuarenta kilómetros de carretera hasta Fontecha, donde durante las siguientes ocho horas se dedicarán a limpiar y recuperar las riberas del río Ebro. Este ya es el tercer año que les contratan para realizar el trabajo. Es duro. El intrusismo devorador de las choperas y las inundaciones en las épocas de lluvia obligan, de primeras, a rehacer parte de la labor de las anteriores campañas. Pero no importa. No son de quejarse. Y se les da bien. A pesar de que todos sufren discapacidad intelectual o física, o con independencia de esas limitaciones. Desde que se convirtieron en trabajadores de la plantilla de Indesa, la sociedad pública dependiente del Instituto Foral de Bienestar Social que incorpora a personas con diversidad funcional en el mercado laboral, han sabido avanzar y especializarse en jardinería y horticultura. Son profesionales de lo suyo, como en cualquier otra empresa. Y también agradecidos, diligentes y con motivación, como en pocas empresas.
Cuando Yon Ergüín arriba a la zona para hablar con la capataz, Ainhoa, los operarios están tan afanados que ni se enteran de su llegada. Él es el responsable técnico de Arbulo, uno de los cinco centros de empleo de Indesa, el que se dedica a las labores verdes. Se nota su vocación social, lo gratificante que le resulta este trabajo. Podría estar horas hablando del proyecto, de la gente. Son ya 26 los años que lleva embarcado en el desafío. “La Diputación compró el terreno de una chatarrería y montó un invernadero. Así empezó, como un taller meramente ocupacional. Pero pronto se abrió a otras vías, a la jardinería y la horticultura, con acuerdos con administraciones públicas y con empresas privadas. Se convirtió en un centro de empleo. Y ahora tenemos a 36 trabajadores, con su convenio”, explica.
Gente que, por ejemplo, ha aprendido a conducir un tractor cuando hace apenas cuatro años llegó a las puertas del centro Arbulo de la mano de sus padres, sin formación, vacilante, con apenas autoestima, sobreprotegida por familias que en su loable empeño de defender a sus hijos de un mundo prejuicioso estaban sepultando sus habilidades. Porque en Indesa no exigen estudios, ni experiencia ni les importa la edad de los solicitantes. “Con que tengan ganas de trabajar vale. El resto lo ponemos nosotros”, asegura Ergüín. Se refiere a la evaluación inicial para conocer sus posibilidades y a la fase de formación posterior, que se puede alargar más o menos según el grado y tipo de discapacidad. “Hay personas que están mejor haciendo trabajos gruesos, como el de los márgenes del río. Y otras de brocha fina, como los que se encargan de los jardines del Palacio de la Provincia, muy meticulosas, muy pacientes, con gusto”, apuntilla.
Habla con convicción, aunque él es el primero que muchas veces se ha visto sorprendido por la capacidad de respuesta de sus trabajadores. No porque no tuvieran la actitud y la aptitud, sino porque hasta en empresas normales -adjetivo que Ergüín pronuncia con resignación, pero sin el celo de la gente políticamente correcta- puede ser complicado encontrar profesionales tan esmerados. “Los jardines de la Diputación fueron un auténtico reto. También el parque botánico de Olárizu sonaba a desafío, aunque en ese caso fueron nuestros dos capataces los que nos dijeron que no lo veían”, admite. Ainhoa, aludida, asiente. “Pero aun así echamos para adelante. No nos equivocamos. Los chavales no han dejado de recibir felicitaciones desde entonces”. Y no es condescencia. Eso no va con ellos. Tienen la suficiente experiencia como para saber que el paternalismo o la mirada compasiva por encima del hombro sólo amplifican una brecha que no debería existir cuando se aborda la integración de las personas con discapacidades físicas o intelectuales.
Se trata de otra cosa. De entender la importancia de la motivación, en la vida, en el trabajo, con superdotados o gente con trabas. “Si hacen algo bien, se les dice. Si lo hacen mal también, para que se corrijan. Como me gustaría que hicieran conmigo”, apuntilla la capataz, mientras revisa la labor de uno de los trabajadores con la olladora. Va bien. “Al final, el objetivo es que sean autónomos. Si no lo eres cuando llegas aquí, lo acabarás siendo. Vas a espabilar”, subraya. Esta vez es Ergüín el que asiente y, con la misma pasión con la que habla de los éxitos de su hijo de quince años en el esquí alpino, empieza a hablar de los avances de sus otros chavales. “Se independizan, se casan, forman una familia... Se vuelven independientes”. Y eso, que es lo más importante, va acompañado de la aportación de su trabajo a la sociedad, que también tiene su aquél.
El plan de recuperación de las riberas del Ebro en el entorno de Fontecha, posible gracias a un convenio de la Diputación con La Caixa por la reinserción social a través de actuaciones medioambientales, son una prueba incontestable. Estos trabajos forman parte de un proyecto mayor que incluye zonas del Zadorra y del Ayuda, ríos todos declarados Zonas de Especial Conservación, y busca recuperar los márgenes ocupados por choperas de repoblación, eliminando esta y otras especies invasoras, para adecuar el terreno con vegetación propia. “Alisos, sauces, endrinos, espino albar, roble, encina, fresno, arces...”, enumera de una vez la capataz. Así, se creará un corredor natural made in Álava que protegerá a animales amenazados, muy nuestros, como el visón europeo, la nutria, el blenio de río, la zaparda, la lamprehuela y el avión zapador, y dará cobijo cinco estrellas a las aves que hacen parada en nuestro territorio en su viaje migratorio.
“Pero para conseguir buenos resultados, además de venir aquí una vez al año, hay que hacer labores de mantenimiento”, defiende Ainhoa, en un arranque reivindicativo. Y Ergüín le da la razón. Este verano, por iniciativa de la capataz, una cuadrilla de trabajadores acudió unos días y esa pasada les ha permitido encontrarse ahora un escenario más amable. No obstante, también saben ser agradecidos. Las labores típicas de jardinería se prolongan de abril a septiembre, con la borrachera de la primavera y la resaca del verano, por lo que proyectos como el de las riberas han permitido a los operarios mantenerse ocupados a tiempo completo durante el otoño e invierno, acumulando experiencia. Y así, llegan las tres de la tarde de un cálido día de noviembre, con el sol de juerga en lo alto, y Baroudi, José Miguel y compañía recogen los bártulos con la satisfacción de haber trabajado y de haberlo hecho bien. Integrados. Naturalmente.