Lourdes Oñederra aparece montada en su bicicleta, una Peugeot sólida, negra y andada que apunta militancia verde. Pero no es la única, no pierde comba. Milita también en el mágico universo de las palabras, pero aunque viene con un libro debajo del brazo -Intemperies, una delicia recién traducida al castellano-, no ha venido a hablar de su libro como Umbral. Milita en el euskera -es miembro de Euskaltzaindia-, pero exige respeto para “nuestra otra lengua oficial”. Militó en la búsqueda de la paz, y sin embargo se revisa y encuentra reproches que hacerse... Su discurso es complejo. Sopesado aunque a veces brote como sin control. Será que dice lo que piensa. Donostiarra pero de Vitoria, muy política pero de ningún partido, vasca pero poco de patrias, firme en sus ideas aunque atravesada de miedos... Adelante. DNA les invita a transitar por el mundo interior de esta apasionante mujer con vocación de puente, de acercar orillas.
¿Cómo acaba una donostiarra viviendo en Vitoria?
-Pues porque tuve la grandísima suerte de trabajar con Koldo Mitxelena cuando me contrataron en la UPV.
La última tesis que él dirigió. Todo un honor, ¿no?
-Así es, un privilegio. La verdad es que fue una pena cómo se fue, porque no le dimos la importancia que tenía. Pero para el recuerdo me quedan sus clases, incomprensibles al principio pero que te hacían flotar. Era un genio. Aprendí muchísimo con él y me siento muy afortunada.
¿Es Vitoria hoy muy distinta a como la conoció hace 30 años?
-Sí, menos verde por muy capital green que haya sido. Está algo sobredimensionada y ha crecido de una forma un tanto desordenada.
En cualquier caso, con su inseparable bici se le hará más abarcable...
-Sí. Soy absolutamente dependiente de ella. Vitoria tiene una medida muy humana, pero es una pena que hayan hecho esos carriles bici que se acaban sin saber dónde empieza el siguiente.
Y en lo sociológico o lo político, ¿la nota muy cambiada?
-Todas las ciudades cambian en 30 años y yo vine en la era Cuerda. Pero mira, en lo sociológico me resulta más fácil que San Sebastián, más tranquila. Los donostiarras siempre son superalgo, ¿no? Antes eran supercosmopolitas, supermodernos... Y ahora, supervascos, jejeje.
Seriedad a flor de piel Oñederra tiene una sonrisa luminosa y cómplice, maliciosa o dulce, que a cada poco levanta como escudo o como oferta de pacto. Depende. Ahora en cambio escucha la pregunta y la borra. Este tema la pone seria.
Últimamente han prendido conflictos como los creados en torno a la RGI, los inmigrantes...
-Sí. En esto sí que ha cambiado. Lo más criticable, lo más terrible es esto. Antes viniendo de clase todos los que me he cruzado eran de color negro y esto hace 30 años era impensable. Era como en Iowa, que una amiga me decía “¿qué les pasa? ¿Tienen una enfermedad o algo que son todos tan bancos?” [Y ríe]. Las cosas son complejas, pero a esa dificultad no se le puede añadir la voluntad de algunos de echar leña al fuego por un puñado de votos. Es muy barato, muy fácil, pero también es inmoral. Sobre todo si para hacerlo se valen de mentiras. Es maquiavélico en el peor sentido de la palabra. No tener en cuenta las consecuencias que esto puede tener a medio plazo, llevar este debate a un punto que puede ser irrecuperable, me parece de una peligrosidad intolerable. Es una irresponsabilidad social. Me asusta. Creo que esto es lo más sincero que puedo decir al respecto. Independientemente de la ideología que tenga, un político tiene que gestionar la convivencia y por eso algunos deberían pararse a pensar en lo que están haciendo porque dado el contexto actual, basta una sola persona, incluso una persona boba, para que todo esto prenda.
¿Cómo ve la respuesta de la ciudad a esta estrategia, a este mensaje?
-Veo una sociedad muy dividida. Una parte muy crítica, y otra que está dispuesta a escuchar este discurso. Se ve en salas de espera, en bares... Hay como un racismo de baja intensidad que pasa no por ir diciendo qué asco los negros, pero sí que si les regalamos las medicinas, que si acaparan la VPO... Nadie tiene ningún mérito por haber nacido donde ha nacido. Decir lo contrario es un ejercicio perverso. Lo que hay que hacer es desmontar ese discurso porque ésta es una sociedad en la que no existe ese problema de convivencia y no se debe crear. Se hacen planteamientos demasiado simplistas y nos tenemos que preparar para contestar. No para montar una bronca, pero sí para estar preparados, alimentados intelectualmente, para responder cada vez que en una conversación surja ese sí pero...
¿Y la Gasteiz cultural? ¿La ve rica?
-Creo que para su medida está bien. Hay como oleadas: el jazz, el Azkena... Pero luego eso no se sostiene. Además echo de menos un poco más de coordinación en todo Euskadi. Vitoria tiene teatro, San Sebastián el cine, Bilbao el Guggenheim... Pero parece que todas tienen que tener de todo. Haber, hay vida. Y los que están ahí sin ayudas ni casi valoración son verdaderos héroes. Y otra cosa, echo de menos ver más gente leyendo en la calle, en los cafés. Y mira que no gusta que nos llamen españoles, pero eso sin duda es muy español [apunta. Y esta vez, sin duda, su sonrisa es maliciosa].
Ya desde el colegio sentía pasión por leer. ¿Ahí se gesta su vocación?
-¡Antes incluso! Mis padres eran gente con una educación muy básica pero que leían muchísimo y que sobre todo transmitían esa actitud, esa ilusión con la que miraban el catálogo del Círculo de Lectores y esperaban que llegara su encargo. Eso contagia una reverencia a los autores, al libro, que engancha. En una casa sin televisión los libros eran lo más importante.
¡¿Sin televisión?! [Pregunta escandalizado el hombre moderno]
-Sí, sí. Mis padres dijeron que así sería mientras dependiera de ellos.
¿Y qué hacía para entretenerse?
-Pues eso: leer todo lo que caía en mis manos. Lo mío tenía algo de patológico. Recuerdo un tiempo en que me prohibieron leer y mi madre cuenta que un día me encontraron sentada en el baño leyendo del revés lo que decían los periódicos que había por el suelo, jajaja...
Y de ahí a la lingüística. ¿Qué tiene de mágico ese mundo para usted? En la novela, no sé si hablando por su boca o por la de la protagonista...
-...Bueno, Lucía soy yo, pero sólo un poco [apunta rápida y cauta].
Entendido. Entonces, una de las dos, afirma que la lingüística es una forma de arreglar palabras y pensamientos. ¿Es eso lo que le atrae?
-Eso es. Se supone que nos las arreglamos para oír y entender sonidos pero tenemos unas pronunciaciones y sonidos muy distintos, y la magia está en la diversidad. Y en esa capacidad de seleccionar de entre todo lo que nos llega. Matices. Información que nos cala en función de cómo la percibimos. Algo que por cierto tiene mucha relación con otros órdenes de la vida...
Hay un momento en el libro en el que Lucía se pregunta qué es el pueblo.
-Y yo también.
¿Y qué se responde?
-Para mí no debe de ser lo que es para muchos porque me suelo quedar alucinada con eso. Volviendo a la construcción de las frases, cuando alguien dice el pueblo quiere esto o lo otro, veo ya una P mayúscula. Y por una parte digo qué bien, qué listos; cómo saben lo que quiere El Pueblo. Pero, ¿de qué pueblo hablamos? ¿De todos esos que sólo vienen a hacer un trámite a Vitoria y no la conocen? Se dice el pueblo vasco es así, pero a veces esa definición sólo responde a una Bizkaia o Gipuzkoa de costa. Y eso está bien, pero sólo si también se tiene consciencia de que otros pueden concebirlo distinto.
Tiende a escribir en euskera...
-No tiendo [corta categórica]. Es una opción política con consciencia de renuncia porque es de nuestras dos lenguas oficiales la que más ayuda necesita. Es una lengua que no se ha podido desarrollar en muchos ámbitos, por ejemplo el académico. Por eso la elegí para hacer mi tesis, aunque ello hiciera que muchos expertos no puedan acercarse a ella. Pero en fin, por eso también quise hacer la traducción al castellano de esta novela, para acercarla a gente que no habla uno de los dos idiomas.
¿Cree que hemos llegado a una convivencia sana entre ambos?
-En absoluto. En un mundo ideal, sano sería que simplemente pudieras elegir y cada uno tuviera suficiente valor como para un uso real. Pero creo que no es posible. Queda muy bonito y muy limpio, pero desgraciadamente lo que ha mantenido al euskera ha sido el nacionalismo, la respuesta nacionalista ante Franco. Pero lo que en un momento te cura, a la larga te puede acabar fastidiando como las medicinas. Y a veces se demuestra que no hemos aprendido nada. Hemos estado años con el respeto a las minorías a vueltas, y allí donde el euskera es mayoritario, al otro, al castellano, mazazo. Y no pude ser. Deberíamos empezar a cuidar a nuestras minorías, porque esos rencorcitos pueden perdurar generaciones. Cuidado con el triunfalismo. Cuidemos el largo plazo porque es lo que dejaremos a nuestros hijos. La lengua como estandarte ha sido fundamental, pero llega un momento en el que más que atraer puede generar rechazo. Con decir que los que no se han acercado al euskera son malos o unos españolazos hacemos más daño que otra cosa.
Euskera-castellano; bicis-coches; Pueblo (o pueblos) vasco-español... La convivencia atraviesa nuestra conversación. ¿Tan faltos estamos aún de mejorarla?
-Yo creo que sí, que esta prisa que tenemos hoy en día incluso cuando tenemos tiempo, ese no mirarnos mientras nos cruzamos absortos con los cascos, los móviles... la aleja. Incluso se ha despreciado la educación en el sentido más primitivo, el civismo. La educación como señal de que reconozco que estás ahí y lo respeto. La consciencia del otro. Se nota incluso en el humor que tenemos en ciudades tan amables como Vitoria, que hace que vayamos con cara de malos, como si los demás nos fueran a atacar.
Hablando de convivencia, la violencia, ETA, también se cuelan en el libro y forman parte de una etapa que no terminamos de cerrar. ¿Usted, que fue activista de Gesto por la Paz, cómo ve la cuestión?
-Mira, ese es otro de mis miedos, que esto se cierre en falso. Es muy comprensible y hasta legítimo querer pasar página. A algunos no nos ha afectado tan directamente como a otros y aparece la tentación humana de decir, venga... Pero deberíamos ver esta situación como un comienzo de la ceremonia de final. Una de las cosas que me parece más difícil es la autorrevisión. A mí me está costando. Cuando se repasan datos históricos por ejemplo, me escandalizo. Participé con Gesto en un acto que consistía en señalar los lugares donde había habido atentados. Y viendo los años y demás, decía yo estaba ahí, a unos metros, a dos kilómetros... y seguí viviendo. Como profesora he ido a las cárceles a examinar a alumnos presos, pero no he ido a concentraciones cuando ETA mataba aunque estuviera en contra. Y creo que hacer esa revisión será bueno para la sociedad en general y para cada uno en particular. Pero es una labor tan difícil y enorme que mi gran miedo es que no la podamos hacer. Estamos muy tranquilos en el pintxopote y eso me preocupa, porque si no cogemos el toro por los cuernos perderíamos una gran oportunidad de mejorar. De coger todo esto que nos ha pasado y utilizarlo para ser una sociedad mejor.
Cuando Gesto lo dejó puso deberes. Entre ellos la construcción de ese relato, que también se cuela en el libro. “Lo que no ha ocurrido se puede inventar. Y lo que no gusta, se puede cambiar”. ¿Percibe este riesgo?
-Sí, fíjate. La separación de los conflictos, el político y el armado, me parece importantísima y podía ser un buen arranque de la narración. ¿Existe conflicto político sin el armado? Ya me imagino otro seminario [dice buscando una brizna de oxigeno a través de una nueva sonrisa]. Esto puede tardar lo que sea, pero hay que ponerse. Más que esperar a tener un esquema bonito habrá que empezar a contrastar narraciones. Y en ese sentido, el silencio, el estar callados, ha ocurrido y contribuye a hacer esta sociedad como es. Por eso, aunque entiendo la tentación de decir aquí no ha pasado nada, creo que hay que combatirla.
Otra de las trincheras que no le es ajena es la social, esa en la que se combaten los efectos de esto que algunos llaman crisis...
-Sí. La crisis es la excusa perfecta para acabar con derechos que ha costado años conseguir. La riqueza no disminuye. Ha aumentado, pero se ha concentrado en unas pocas manos. Cuando estuve en Iowa en el 80, la Seguridad Social, la Sanidad,... lo público, era lo que nos diferenciaba de los Estados Unidos. Era prioritario. La sociedad lo quería y no se discutía. Ahora en cambio todo eso está en riesgo.
Hay muchos que claman en las calles Esta crisis no la pagamos.
-Es que es absolutamente injusto. La tenían que pagar todos estos cuya riqueza se ha disparado. Yo pondría una tasa. Y ahí echo de menos políticos dispuestos a actuar y a perder incluso el cargo por hacerlo. Cuando no se dedican recursos a la Sanidad y tienes que morir en una habitación compartida mientras a otros les sobra para cambiar de yate, algo está fallando. La crisis ha hecho aflorar que este sistema es un desastre y eso requiere una respuesta pública.
Año electoral. ¿Le motiva o le da pereza?
Como decía Paco Ibañez, lo encaro con los escudos levantados. Oigo muy pocos discursos que me muevan. Me da la sensación de que todo es meterse con el adversario, y eso a veces desanima. Quisiera escuchar una voz quizá más ingenua, que no se preocupe sólo de escucharse a sí misma. Quizá así podrían acercarse e incluso llegar de verdad a dialogar.
A las puertas de la campaña, ¿qué les diría entonces?
-Que se caigan del caballo como San Pablo. Que tengan algún sueño, terror o amor increíble y que se den cuenta de las cosas que son tan sencillas como ver que tú eres tan yo como yo soy tú y el otro. Que recuerden lo que es padecer con el otro, sentir con él, ponerse en su lugar. Que acaben con esa tensión, con ese desgaste insano. Así que no sé. Que se peguen un trompazo todos. ¿Estaría bien, no? Quizá entonces se juntasen y dijeran ¿pero qué ha pasao? Sería genial. Borrón y cuenta nueva. Que hablen de una vez. Aunque para hacerlo, quizá les haga falta quedarse antes un poco callados.