El mundo está cambiando. Y las ciudades afilan sus garras. Casi todas comparten ya el mismo objetivo: hacerse valer con una seña representativa. Y para lograrlo tratan de encontrar su marca, como si fueran una empresa de zapatillas o un fabricante de perfumes. Una que publicite sus mejores cualidades conocidas o las que aún están por explorar. Tangibles, intangibles... Eso da igual. De lo que se trata es de identificar aquellos elementos que expresen claramente la personalidad de la urbe, o la que aspira a tener, y enfatizarlos, todo lo que se pueda, con propaganda masiva, para que una lupa se pose encima y amplifique su posición, para así captar intereses renovados y generar riqueza o, por lo menos, mejorar la autoestima. Y en ésas anda, entre tantas otras, Vitoria. Hace unos años se convirtió en Green Capital. Luego, en Capital Gastronómica. Y ahora trata de estirar ambos galardones, sumida en una resaca festiva que prolonga con más bombardeo verde y culinario. Pero lo que parece haber olvidado es que un día ya tuvo marca. Una identidad exclusiva, pionera, envidiada. Y ajena a la obtención de premios, porque conseguir laureles era, a lo sumo, un efecto secundario, nunca el propósito principal. La que le hizo adalid de los derechos sociales, esos que ahora están tan en cuestión.

Cuando todavía no existía el city marketing, Vitoria fue referencia absoluta en España por comprender la ciudad como espacio garantista de necesidades fundamentales, de interrelación y de asistencia a los colectivos menos favorecidos. La manera de entender la vida y la política de aquellos ayuntamientos posteriores a la dictadura, formados por partidos muy distintos pero bastante bien avenidos en lo fundamental, giraron en torno a la solidaridad, la justicia y la cohesión. Conceptos que en la actualidad ya no están tan de moda e incluso se defenestran, consecuencia de una sociedad cada vez más competitiva y menos colaboracionista. Es habitual oír a muchos VTV tachar aquella gestión de aldeana por no haber focalizado los esfuerzos en la construcción de grandes infraestructuras o en la celebración de eventos que hubieran hecho de la capital alavesa una urbe con una atmósfera moderna, distinguida, estilo Bilbao. Y sí, tal vez se podría haber invertido más en esa línea, pero las preferencias fueron otras. Esa Gasteiz que tanta gente considera pueblerina centralizó sus actuaciones municipales en algo tan grande como hacer cumplir la Declaración Internacional de Derechos Humanos.

Uno de esos logros pioneros se materializó en los centros cívicos. El primero de Vitoria fue también el primero de España. Se levantó en Zaramaga y abrió en 1989. Ahora hay doce, más dos en camino, distribuidos por los distintos barrios de la capital alavesa a través de una red que la hace única tanto a nivel estatal como europeo. Desde el principio se concibieron como equipamientos socioculturales y deportivos con múltiples servicios y actividades, abiertos a todos los ciudadanos y a todas las edades, integradores e integrados, con el objetivo de conseguir la cohesión y la participación social. Constituyeron, por tanto, la plasmación dentro de un mismo conjunto arquitectónico de la filosofía que esos primeros ayuntamientos de la democracia habían aplicado ya a la trama urbana, configurada de acuerdo a criterios medioambientales, de accesibilidad y de dotación de servicios a lo largo de Gasteiz, sin discriminaciones, para garantizar el bienestar de todos los ciudadanos, independientemente de en qué zona de la ciudad vivieran. Un planteamiento revolucionario que, poco a poco, fue copiado por los consistorios del entorno, pero mucho más tímidamente.

Para ser una ciudad con aspiraciones sociales, hay que creérselo. Y Vitoria lo demostró también cuando, en 1988, el Pleno del Ayuntamiento aprobó destinar el 0,7% de su Presupuesto de ingresos corrientes a cooperación al desarrollo. Nadie más en el Estado se sumó a la causa, hasta que a mediados de los noventa se iniciaron movilizaciones por toda España exigiendo a los políticos que asumieran el compromiso de que la ayuda a los países tercermundistas alcanzara ese porcentaje. Y entonces el Consistorio gasteiztarra, ya liderado por el PP de Alfonso Alonso tras las dos décadas de gobierno de José Ángel Cuerda, dio un paso más y subió la aportación al 1%. Un gesto nuevamente precursor que se mantuvo en el tiempo hasta que el también popular Javier Maroto llegó a la Alcaldía y se cargó esa política. Su justificación: que en tiempos de crisis hay que mirar por los de casa antes que por los de fuera, aunque esos principios no quiten para invertir en actuaciones características de la política espectáculo.

La forma de dirigir una ciudad es, en realidad, una cuestión de prioridades. Y aunque en aquellas primeras décadas posteriores a la dictadura de Franco hubo también vaivenes económicos, la política social no se vio afectada. Vitoria fue el primer ayuntamiento en gestionar la RGI, llamada al principio Ingreso Mínimo de Inserción, fruto de un sistema de ayudas que el Gobierno Vasco implantó a finales de los ochenta con un amplísimo consenso político, siguiendo la estela de modelos que empezaban a desarrollarse en países del norte de Europa, con el propósito de combatir la pobreza a la que las coberturas tradicionales del estado del bienestar no alcanzaban. El mismo que ahora está en el candelero por quienes han puesto la lupa en los casos de fraude, aunque la estafa como tal no alcanza ni el 1% del dinero destinado a la causa, y los han relacionado con la inmigración. La inmigración... Otra de esas cuestiones en las que Gasteiz también fue pionera por su forma de atención. A la iniciativa en 1994 para elaborar un protocolo de actuación específico para personas extranjeras, le sucedió el programa de atención social de extranjería de 1996, el de asistencia jurídica de 1998 y el de mediación sociolaboral en 1999. Servicios todos que en el año 2000 pasaron a ubicarse en Norabide. Un centro integral en el que se miraron muchísimos ayuntamientos hasta que, en 2011, víctima de las nuevas políticas, cerró.

Los colectivos minoritarios pueden ser o atendidos o estigmatizados. La Vitoria de los noventa optó por la primera opción al crear, no sin polémica ciudadana, centros de ayuda a indigentes y enfermos de sida. También fue pionera al defender los derechos de las personas gays. En 1994 nació un registro municipal de parejas de hecho único en el Estado que, en el fondo, lo que buscaba era ofrecer un trato igualitario a compañeros del mismo sexo. La inscripción servía como prueba de convivencia y podía ser útil en procesos judiciales, herencias, pensiones o seguros. Una iniciativa trangresora que rompió con la moral establecida porque así lo quiso José Ángel Cuerda. A diferencia de otras, ésta la puso en marcha él solo a través de un decreto de Alcaldía, sin ni siquiera consultar con su partido, convencido de que poca gente estaba preparada para aceptarla. No se equivocó, porque le llovieron las críticas. Pero aquel gesto abrió el camino a una ciudad que, al menos en esto sí, no ha renegado de su revolución. Ahora, hasta hay un arcoíris pintado a modo de paso de cebra en portal del Rey. Pero ahora, la de los derechos sociales ya no es la gran marca de Vitoria. Ahora, el mundo va de otra cosa.