Se decía que, con la crisis, el sector primario podría convertirse en un refugio contra el paro. Lo que no se dijo es que comenzar de cero en el campo es siempre una odisea, pero más aún cuando vienen mal dadas. Los agricultores y ganaderos que lo son de toda la vida lo saben bien. Ellos, que tienen callo, están capeando como pueden los últimos tiempos, en los que al bofetón económico se siguen sumando las inevitables fluctuaciones de precios en el mercado internacional y contratiempos circunstanciales como la climatología o, en este momento, el boicot de Rusia. En ese escenario, el nuevo curso, lejos de mostrar brotes verdes, vuelve a dibujar un campo seco. El volumen de explotaciones continúa cayendo, también sus beneficios, la falta de relevo generacional parece consolidarse, el cultivo de la patata va camino de desaparecer y otros de naturaleza más agradecida no atraviesan su mejor época. Y, sin embargo, los hombres y mujeres que conservan en Álava su modo original de ser, su biodiversidad y sus núcleos rurales se resisten a caer. Es la vocación. Un muelle de nacimiento que hace que el 3% de la población continúe dejándose los riñones, más cada día que pasa, para mantener el 80% del territorio.

“La situación es complicada, pero creo que seguiremos adelante. Seguramente con menos explotaciones, pero con los mismos niveles de producción”, sostiene José Antonio Gorbea, presidente del sindicato agrario UAGA. El truco está en trabajar más y no desmoralizarse, filosofía que muy especialmente han de aplicarse quienes se dedican a la producción de leche, el subsector de todos los que componen el trabajo en el campo donde más afinada queda la expresión de vacas flacas. “De las 200 granjas que había antes de la crisis”, advierte el representante del sector primario, “ya sólo quedan 50”. Entre ellas, la de Jon Agirre, un veterinario que un día dejó de cuidar los animales de otros para exprimir las ubres de los suyos. “Había mamado el tema del ganado, pues era el negocio familiar, y me gustaba, pero también quería tener algo propio. Y ahora que han pasado trece años de aquel giro en mi vida, a mis 51, puedo decir que no me arrepiento. Este trabajo es un reto diario. Cada decisión que tomo tiene trascendencia. Y hay muchas cosas que decidir. Eso sí, tampoco lo idealizo. No es para todo el mundo”, explica el trabajador.

Los 900.000 litros de leche que salen al año de esta explotación de Gojain, una cantidad que se sitúa en la media de las granjas alavesas, son resultado de un duro trabajo diario. Apto sólo para madrugadores. A las seis de la mañana, Jon y sus tres socios, todos parientes, ya están ordeñando. Entre vaciar ubres y limpiar se les hacen las diez. Después dan de comer a las vacas y realizan los tratamientos pertinentes, ya sean preventivos, para asistir a algún ejemplar enfermo o de inseminación. “Por la tarde repetimos ordeño, comida, limpieza... Hasta que se hace de noche, por lo que en verano tenemos más margen pero en invierno tenemos que apretar. Y si estamos entre mayo y julio, también preparamos el forraje para tener alimento para el ganado todo el año”, apuntilla. Su oficio exige mucho trabajo y también una gran inversión, aunque esos dos ingredientes no son suficientes para combatir la crisis y las contrariedades que vengan. Ahora mismo, la principal preocupación es el boicot ruso, que ya está afectando a la exportación. Sin embargo, este alavés mantiene la tranquilidad. Se la da pertenecer a Kaiku. Según dice, “en estos tiempos de especulación y trabas, ser parte de una cooperativa es, sin duda, nuestra mejor defensa”.

El discurso en el vacuno de carne, otro sector que está viendo cómo se trocean los precios hasta dejarlos en su mínima expresión, es muy parecido. “Están pasando un momento muy malo”, desvela el presidente de UAGA. Sólo quienes tratan de marcar la diferencia conservan la sonrisa y, aun así, cuesta esbozarla. Uno de ellos es Víctor Meabe, ganadero de Gujuli, de 53 años. Hasta la mayoría de edad, compaginó estudios y ayuda en la explotación familiar. Incluso llegó a trabajar durante tres meses en una empresa, con un horario de oficina que todavía recuerda, pero la experiencia quedó en apenas un espejismo. En 1989, su padre repartió la herencia entre los hijos. “Eran vacas mixtas, pero yo quería apostar por la genética, ir a la pureza. Y compré 16 limusinas, una raza que me gustaba mucho porque se adapta muy bien al medio, tiene facilidad de parto, un temperamento vivo, buena disposición para la marcha...”, cuenta. No se equivocó. El ganado se fue multiplicando como los panes y los peces, permitiéndole cumplir su deseo inicial: vender sementales y futuras madres por todo el Estado. Una labor que, además, complementa con la venta de carne con Label a través de la cooperativa Urkaiko.

Procurar la excelencia, eso sí, conlleva un gran esfuerzo económico. “Mi mujer me dice que cuándo voy a dejar de invertir, pero es que es necesario. Y, claro, aunque al final de año saque 150.000 euros, se me va prácticamente todo en la inversión. Fíjate que una limusina cuesta 1.800 euros y un tractor, 95.000. Con lo cual mi sueldo es, en realidad, de un obrero pequeño”, desvela Meabe, capaz de tumbar con esta simple explicación el mito del hombre de campo con una vida desahogada. “Y este otoño, encima, ha empezado con más gastos”, apuntilla. Al estar tan seco, el ganadero ha tenido que devolver antes a sus vacas a las instalaciones. Son los gajes de un oficio que le tiene ocupado al menos diez horas al día, “pues hay mucho que hacer: revisar, limpiar, desinfectar, dar de comer, hacer el forraje...”. Labores tan alejadas de la gente de ciudad que él, siempre que puede, anima a los urbanitas a pasarse por su explotación y conocer in situ la vida del sector primario. “Creo que así”, apuntilla, “se nos valoraría más”.

Sólo las vacaciones constituyen un privilegio que muy pocos pueden permitirse. “El campo ata mucho. Yo me cojo tres o cuatro días, pero más no porque nadie va a trabajar por mí mientras no estoy”, aclara José Luis Ortiz de Elguea, agricultor de 58 años dedicado a dos cultivos típicos alaveses: cereal y patata. Con el segundo, no obstante, ya se ha rendido. Al presidente de UAGA no le extraña, “porque los precios que se están estableciendo para el productor son ruinosos y no cubren, ni de lejos, sus costes”. El de Ilárraza da fe. “Desde que entramos en la Comunidad Europea, la cosa fue de mal en peor. No se puede competir con países como Francia donde llueve más, hay mejor tierra y las máquinas se adaptan mejor a ella, haciendo menos necesaria la mano de obra. Por otro lado, hay una producción terrible en España. Tenemos patata de Cartagena, de Andalucía, de Castilla, de La Rioja, de Álava...”, explica. Ahora, para que el cultivo del tubérculo le resultara mínimamente rentable, debería de recibir entre doce y quince céntimos por kilo. Le dan tres. “Así que todo son pérdidas. Y he tomado la decisión. No hay marcha atrás. Se acabó la patata”, afirma.

Su sustituta será la leguminosa. Parece que le puede dar más alegrías, como ya lo hace el cereal. “La cosecha ha sido buena, aunque los precios han bajado bastante”, dice. Según los datos de Gorbea, entre un 20% y un 25%. La culpa es, una vez más, del boicot ruso. “Pero al menos no perdemos. Sólo dejamos de ganar”, apostilla Ortiz, quien también se dedica a la remolacha, otro cultivo agradecido. Ahora mismo es, precisamente, la que ocupa su jornada laboral. “Ayer, por ejemplo, quedé con unas compañeros para arrancar remolacha y sacamos 300 toneladas”, desvela con satisfacción. Se nota que le gusta su trabajo, una labor que heredó de su abuelo y su padre. “Tiene sus ventajas y desventajas”, señala, “pero si volviera a nacer volvería a ser agricultor”. De hecho, su principal desvelo no se encuentra en el presente sino a la vuelta de un par de esquinas. “A veces me pregunto qué pasará cuando me jubile, pues ese momento se va acercando. Tal vez alguna de mis tres hijas acabe regresando al campo, porque el trabajo ahora es muy inestable, pero no lo sé... Está claro que si hay una falta de relevo generacional y cada vez somos menos es por algo”, reflexiona.

Rioja Alavesa es, probablemente, la única comarca que resiste al declive general gracias al tirón enológico. Sin embargo, también allí hay desasosiegos, sobre todo en este curso que acaba de comenzar. Rafa Fernández, productor y responsable de vino del Comité Ejecutivo de UAGA, ha decidido no tener pelos en la lengua. En plena recta final de la vendimia, puede asegurar que durante los veinte años que lleva en el oficio “nunca una cosecha había sido tan mala”. Los enólogos hablan de sobremaduración pero, según dice, este término no es más que un eufemismo para ocultar una realidad mucho peor. “La uva está podrida, con una botrytis bestial”, subraya. Tampoco duda en señalar a los culpables. “Son las bodegas”, afirma, “pues ellas nos dictan cuándo empieza la vendimia, y lo que no puede ser es que tomen esas decisiones personas que están en la oficina en vez de en el campo”. Él tuvo claro desde el principio que debería de haber empezado antes y, por eso, la adelantó un poco. “Es más fácil arreglar la uva verde que una que ya no tiene ninguna solución. Y si una vendimia tiene que durar 25 días en vez de 15, pues que dure 25. Además, no todos los viñedos son iguales”, explica. No obstante, él también está sufriendo. A la tardanza en recoger el fruto se han sumado unas condiciones climatológicas nefastas. “Viento sur, chaparrones... El peor tiempo posible”.

El miedo de los viticultores ahora es que la mala vendimia repercuta en los precios. “Se preveía que iban a ser razonables, pero estamos metiendo chapapote, así de claro, y ya veremos si las bodegas, en vez de asumir su culpabilidad, se agarran a la mala calidad de la uva para pagarnos menos”, advierte Fernández. Se siente impotente. Y eso que es consciente de que, en comparación con otros ámbitos del sector primario, de normal el suyo es mucho más agradecido. Él, a sus 45, lleva 25 dedicado a la vid. Comenzó con el campo de su padre, hasta entonces dedicado al cereal, y ahora dispone de una buena explotación que le permite vivir. No obstante, al igual que sus compañeros agricultores y ganaderos, insiste en que “casi todo lo que se gana se va en inversión”. El sector primario es, sin duda, nuestra mejor empresa. Y, lo que es más importante, una que nunca nos traicionará. “Mercedes puede decidir un día que se va. Nosotros, nunca”, subraya Rafa. Un motivo más que suficiente para recibir el respaldo de las instituciones y la sociedad.

céntimos. Para que el agricultor no perdiera con el cultivo de la patata debería de recibir entre doce y quince céntimos por kilo, pero le están dando tres. El precio del cereal también ha bajado este año, en este caso entre un 20% y un 25%, pero al haber habido una producción notable se va a poder aguantar el tirón. Ahora queda por ver qué va a pasar con la uva.