El dinero dirige el mundo, capaz de inmiscuirse en los gestos más rutinarios, siempre omnipresente. Su poder es su propiedad de comprarlo todo. Quien lo tiene avanza. Quien no, se pierde. Acreedores y deudores son sus dos caras. Pero la especie humana no siempre vivió bajo esa autoridad descarnada. Ni tiene por qué estar tan condicionada ahora. Frente a la dictadura de la moneda, existen espacios donde es posible permutar servicios a cambio del único valor incorruptible e igualitario que existe en el mundo: el tiempo. Y Vitoria tiene uno. Un banco donde la divisa no sabe qué es la inflación, permite el comercio y la cooperación, reconoce y alienta el trabajo en favor de la comunidad, valorando las contribuciones por igual, sean labores profesionales o sin cualificar. Un banco que funciona. Todos necesitamos recibir algo, todos nos sentimos útiles si ayudamos a los demás y todos tenemos algún don, grande o pequeño, que compartir. La crisis da igual. Este lugar la puede burlar siempre.

El menú de favores del banco del tiempo gasteiztarra es apabullante, por amplio y por variado. Son cientos y cientos los servicios que se intercambian, ordenados a lo largo de ocho apartados: asistencia sociosanitaria, cuidados y atención personal, enseñanza, ocio, talleres, tareas domésticas, terapias y trabajos gremiales. Y detrás de ellos hay 500 personas. Al entrar en la asociación, cada una de ellas recibió un talonario de horas, 20 para empezar. Cuando hace uso de alguna de las ofertas, se le descuentan tantas como haya durado la gestión. Si presta su habilidad a otro, las irá recuperando. Eso sí, el intercambio no tiene por qué ser mutuo. Un joven estudiante puede ofrecer clases de inglés a una familia y obtener un corte de pelo gratis de una estilista, que a su vez recibe la visita de un jubilado manitas para ponerle una lámpara. "Aunque a la hora de la verdad, a todos les cuesta muchísimo más pedir que dar", afirma con orgullo Feli Angulo, la mujer que puso en funcionamiento este ajetreado microcosmos de trueques hace ya ocho años. El zapping tuvo la culpa.

Al volver la vista al año 2004, a Feli le chispean los ojos. "Soy peluquera, pero en ese momento estaba sin trabajo. Cambiando canales de la tele, me topé con una noticia que me llamó mucho la atención, como si despertara algo en mí, algo que siempre había estado dentro. Hablaba de los bancos del tiempo. Me quedé tan impactada que fui al Ayuntamiento a preguntar si había uno aquí. Y la respuesta fue que no", recuerda. Su reacción no se hizo esperar. Inmediatamente contactó con la iniciativa más próxima, situada en Bilbao, se informó de su funcionamiento y tomó la decisión de fundar un banco del tiempo en Vitoria. Tres aliadas le ayudaron y, al cabo de todo un año lleno de trámites legales y procedimientos burocráticos, constituyeron la asociación. En mayo de 2005, el proyecto abría sus puertas en la casa de asociaciones Rogelia de Álvaro. Al poco, ya lo formaban quince personas, gente "con unas tremendas ganas de compartir y de aprender" que se embarcó en la elaboración de los talonarios, trípticos y folletos "que hoy se siguen repartiendo". Ocho años después, esos ciudadanos continúan dedicando su tiempo libre al intercambio de favores. Y como ellos, muchísimos más, medio millar ya. Y subiendo.

"Quienes han venido últimamente no te hablan de la crisis, pero seguramente esté influyendo. Ahora tenemos más personas jóvenes que ofrecen clases, familias con hijos pequeños que piden idiomas... Y la gente te dice que no tiene trabajo, pero sí mucho tiempo", cuenta Feli. "Dados los tiempos que corren, es una forma de mantenerte activo", apostilla Txema Irazu. Él llegó al banco del tiempo cuando acababa de abrir, animado por la información que su hermana le había dado sobre la iniciativa bilbaína, arrastrado por una necesidad natural de entregarse a los demás que se había intensificado al verse en la cola del paro. Desde entonces se ha volcado en el invento, exprimiendo sus talentos como administrativo e informático. "Llevo el blog y el perfil de la asociación en las redes sociales, me ocupo de las incidencias que pueda haber con los ordenadores y las impresoras de la oficina, he ofrecido clases a domicilio de uso básico de Internet, de Skype...", cuenta. Su talonario tiene superávit de horas, pues es mucho más lo que ha dado que lo que ha disfrutado a cambio. "Un arreglo de ropa, un curso de risoterapia y alguna otra cosica", apunta el joven, mientras Tomás Martín aplaude "lo pedazo de pan" que es su compañero. Algunos de los miembros productivos de esta comunidad están tan unidos que han acabado tejiendo una fuerte y desinteresada alianza familiar, vital para aquéllos que llegaron al grupo devorados por sentimientos de soledad, de vacío, de tristeza.

Cuando Martín enviudó se precipitó en un pozo de silencioso desconsuelo. "Estaba jubilado y no me apetecía salir de casa", recuerda. Por suerte, un día se animó a participar en una salida al monte organizada por el Ayuntamiento y conoció a una mujer que le habló del banco del tiempo. Siempre agradecerá esa conversación fortuita. "Lo vi como una manera de salir a la calle y de compartir", explica, "pero al final fue mucho más". Cuatro años después de su ingreso en el banco del tiempo, tiene claro que ha encontrado "una familia maravillosa" con la que se reúne el último viernes de cada mes y una herramienta de colaboración que le hace feliz. "Pinto baños y cocinas, pongo enchufes... Cosas modestas, porque tampoco quiero quitarle el trabajo a los profesionales", apostilla. Pocas veces ha pedido algo a cambio, aunque ahora tiene ganas de aprovechar el crédito. Quiere aprender a coser a máquina. "Cada vez que la veo parada en casa, pienso que tengo que darle utilidad. Y tengo una ilusión: hacer un saquito de esos de semillas", confiesa.

Para rellenarlo seguramente podrá contar con la ayuda de Tomás Jiménez, un abuelo amigo de la familia de Txema que sólo ha tenido dos catarros a lo largo de su vida. El truco se oculta en una de las habitaciones de su casa, convertida en una botica de homeopatía y medicina natural con más de 120 clases de hierbas. "Es nuestro hombre herbolario", informa Feli, antes de aplicarse en la garganta uno de sus remedios. Jiménez lleva devorando libros sobre estas especialidades muchos años ya, con más ahínco desde que la cooperativa en la que trabajaba le jubiló. "A veces estoy estudiando hasta las cuatro de la mañana", confiesa. Por eso nunca desvela la composición de sus productos, aunque no duda en atender a todos sus demandantes y regalarlos. "¿Que si pido algo a cambio? Alguna vez, pero yo me arreglo bien, sé hacer de todo", sostiene. Además, ahora se está planteando recuperar las salidas al monte que organizaba los domingos.

"Eso estaría muy bien, disfrutábamos tanto, nos tirábamos por la hierba, con el bocadillo de aquí para allá...". Los recuerdos son de Mari González, una de las integrantes más parlanchinas del banco del tiempo, la número 30, voluntariedad en estado puro. "Escuché en la radio lo del banco del tiempo y decidí apuntarme. Mis hijos viven fuera y estaba aquí sola", cuenta. Fue la mejor decisión. "He aprendido a quererme, a entender que antes de querer a los demás me tengo que querer a mí, y me he sentido realizada". "Qué bonito eso que dices", aplaude "la directora" de la asociación, como llaman a Feli. Mari no tiene estudios, pero tampoco le hacen falta para ayudar. Ella ofrece servicios de acompañamiento y, además, echa una mano en la oficina. A cambio, lleva el pelo siempre perfecto. "Y pronto me van a dar una clase de informática y van a hacerme un trabajillo de fontanería", explica la veterana.

Josefa González es una de las nuevas. Y de las más activas ya. "Había oído hablar de la asociación, pero estaba baja de moral y me faltaba el empujón. Entonces coincidí con Feli en un taller de crecimiento personal... Y aquí estoy", resume. Administrativa de profesión, parada ahora, esta mujer ha encontrado en el banco del tiempo la oportunidad de alimentar sus pasiones: labores de huerto, jardinería, cuidado de plantas de interior y reiki. A cambio, allá por noviembre le arreglaron el termostato de la caldera. "Me tocó un señor amable, educado, respetuoso... Maravilloso. Me quedé feliz". También acude a clases de yoga, como alumna, aunque le ha tocado sustituir a la profesora enferma dos veces. Un nuevo reto que ha abordado con los nervios del primer trabajo, sin mirar el talonario. El tiempo es oro al compartirlo.