La alegría dura poco en casa del pobre. Concretamente un año y un mes. La intención del Gobierno de Madrid de allanar el camino para la reapertura de la central nuclear de Santa María de Garoña ha dilapidado la felicidad antinuclear de golpe y porrazo, hurgando de forma salvaje en una herida que apenas se encontraba cicatrizada. Aunque por ahora Mariano Rajoy y el ministro de Industria, José Manuel Soria, se esfuerzan en levantar una densa bruma de desinformación en todo lo que está relacionado con el recinto atómico castellano, el secretario de Estado de Energía, Alberto Nadal, dejó bien clara el pasado día 13 la intención del Partido Popular.
El objetivo es único. La forma de conseguirlo, maleable. Quieren que el complejo nuclear alce la persiana de nuevo, y su esfuerzo pasa ahora por concretar cómo conseguirlo. En principio, el Gobierno popular parece dispuesto a colgar el cartel de abierto a través de una fórmula no demasiado democrática: el decretazo. Según aseguraba el secretario de Energía, la normativa estará lista "a finales de enero o principios de febrero", levantando el muro de contención que la voluntad de la mayor parte de la ciudadanía había levantado alrededor de los peligrosos y obsoletos reactores nucleares del complejo ubicado a cincuenta kilómetros de Gasteiz. Nada parece importar al Ejecutivo central que los 41 años de vida de Garoña hayan sobrepasado con creces los 25 de vida útil estimada en el momento de su construcción.
El argumento de seguridad no les vale, pero tampoco el económico. Y es que, si el Gobierno quiere reactivar Garoña, estaría en la obligación de realizar las adecuaciones exigidas por la Unión Europea, sustentadas en los informes de seguridad realizados por la Comisión Europea tras las pruebas de resistencia a las que sometió a la central burgalesa en 2012. Una adecuación que superaría los 130 millones de euros, siempre y cuando tanto Nuclenor -gestora del recinto- como el Ejecutivo de Rajoy tengan a bien cumplir con la legalidad vigente.
Alarmadas por lo ocurrido a consecuencia del tsunami que devastó la costa de Japón y pulsó el botón radiactivo de Fukushima, las autoridades continentales acometieron en 2012 un test de seguridad del que se desprendió la obligación de acometer diversas reformas a la central burgalesa en caso de querer reabrirla en un hipotético futuro. Pero ahora ese futuro ni es futuro, ni es hipotético. El Gobierno del PP busca sin embargo desde hace meses algún subterfugio legal para librarse de las reformas, levantando de nuevo la voz de alarma en colectivos sociales y fuerzas políticas. Sin ir más lejos, el PNV solicitó recientemente al Parlamento Europeo que sea la propia Comisión la que, desde Bruselas y no desde Madrid, se encargue de controlar -y revocar- la posible reapertura, evitando así que el Partido Popular campe a sus anchas e incumpla las normas de seguridad europeas para las centrales nucleares modificando la legislación actual para permitir que Nuclenor -firma participada al 50% por las multinacionales eléctricas Iberdrola y Endesa- pueda solicitar una renovación de su licencia de apertura.
En realidad, el complejo burgalés ha seguido acometiendo pequeñas obras en su interior durante este año y un mes de inactividad, pero ninguna suficiente para que la Unión Europea acate una hipotética reapertura puesto que, tras las pruebas de resistencia, los técnicos establecieron cinco grandes deficiencias a solventar por todas las centrales nucleares en general y otras para Garoña en particular, siempre y cuando quiera retomar la actividad. Primero, disponer de una infraestructura adecuada para poder realizar mejores y más cálculos de riesgo ante posibles terremotos o inundaciones. Segundo, que cada central cuente con instrumentos sísmicos propios para medir y alertar sobre terremotos. Tercero, contar con sistemas de ventilación filtrada para facilitar la despresurización segura del recinto en caso de accidente. Cuarto, guardar los equipos para luchar contra accidentes graves en un lugar del que puedan extraerse con rapidez, y por último, contar con una sala de control de emergencia en caso de que la sala principal resulte destruida en caso de accidente. Además, según un informe de Greenpeace elaborado con la información suministrado por el Consejo de Seguridad Nuclear (CSN), las citadas pruebas de resistencia en Garoña depararon algunas conclusiones muy claras. La primera, que la planta sería incapaz de resistir un terremoto con una aceleración horizontal de 0,30 g -en el seísmo ocurrido en Lorca en mayo de 2011 fue de 0,36-. Además, el riesgo de inundación es muy alto por la cercanía de la presa de Sobrón.
Por otra parte, el combustible gastado se encuentra desprotegido en caso de pérdida de los sistemas de refrigeración y faltan medidas para reducir las concentraciones de hidrógeno con riesgo de explosión en la contención del reactor. Greenpeace alertaba también en este informe de 2012 de las consecuencias de un posible atentado terrorista en forma de choque de un avión contra el edificio del reactor. En definitiva, una amplia -y costosísima- lista de adversidades que los responsables del recinto deberían solventar si quieren reabrir el complejo y que se elevan a más de 130 millones. Una cantidad que sería mayor de no haber mediado la permisividad del Gobierno central.
camino asfaltado Clausurada el 6 de julio del pasado año, Garoña recibe sin embargo la visita diaria de los 278 trabajadores que se encargan de mantener a punto el complejo nuclear en previsión de un posible regreso a los terrenos de juego. Como un futbolista de treinta y tantos que ni encuentra equipo ni quiere retirarse, la central se mantiene en forma en los entrenamientos a la espera de enfundarse la camiseta. Sólo le falta que el entrenador confíe en ella. Nuclenor desistió en su empeño por mantener las puertas de Garoña abiertas en 2012 aduciendo que no era "viable económicamente", pero desde que las máquinas pararon en julio de 2013 el Gobierno se ha dedicado a asfaltar el camino para su vuelta a los ruedos.
El goteo de acciones ha sido paulatino. Convirtió en agua de borrajas el impuesto de residuos nucleares al eliminar su retroactividad -una decisión con la que Nuclenor se ahorró nada menos que 153 millones de euros-, además de permitirles no pagar dicho impuesto mientras la central esté cerrada. Ahora, decreto en mano -"gestión responsable y segura del combustible nuclear gastado y los residuos radiactivos", es su nombre completo-, permitirá que Garoña pueda reabrirse argumentando que no se cerró por motivos de seguridad sino económicos. Una norma ad hoc de las de toda la vida. El problema para unos y la esperanza para otros es que, incluso aunque recibiera el visto bueno mañana mismo, Garoña tiene ante sí un reto que costará mucho tiempo y todavía más dinero, pues la central nuclear burgalesa tendría aún que finalizar la totalidad de reformas para adecuarse a la normativa de seguridad europea elaborada tras la catástrofe de su gemela Fukushima. De cualquier forma, lo que a día de hoy es una realidad es que, pese al clamor ciudadano, el peligro nuclear sobrevuela de nuevo la vetusta central de Garoña. En principio, el ministro de Industria llevará el Real Decreto al Consejo de Diputados este mismo viernes o el próximo 7 de febrero. Su intención, dejarlo todo bien atado para que Nuclenor disponga de un camino de baldosas amarillas que le facilite de forma milimétrica la apertura de la central.
Así, con el Partido Popular dispuesto a desenterrar un zombi cuyo hermano gemelo, Fukushima, es ya uno de los grandes puntos negros de la historia nuclear, las voces que durante años se dejaron la garganta pidiendo el cierre de Garoña se topan de bruces con la necesidad de afinarlas de nuevo. Les duele la boca de decirlo, pero mejor quedarse afónico que catatónico. Además tienen algo de lo que otros carecen, argumentos.