a inhabilitación del president Torra ha vuelto a poner de manifiesto la incapacidad de la política española para solucionar problemas acuciantes de convivencia y derechos. Aquí y allá nos encontramos con numerosos despropósitos que evidencian un modelo de Estado y una cultura política dedicados a aplastar a quienes no confían ni quieren su España una, grande y libre.

Esa mentalidad imperialista viene de lejos. Está presente en la historia española, en sus repúblicas, dictaduras o dictablandas o, incluso, en esta débil democracia actual que no ha conseguido asegurar los derechos de las personas y de los pueblos. Y lo malo es que va a peor: no es casualidad que surjan voces de extrema derecha o que la derecha civilizada haya prácticamente desaparecido. De aquellos polvos, estos lodos.

Catalunya está de nuevo en el disparadero de la escopeta nacional (española). Como en la película de 1978 del mismo nombre, hoy se siguen evidenciando modelos y actitudes políticas tardofranquistas. Señoritos cuentistas de aristocracia trasnochada, acompañados de personajillos emergidos de la política, a izquierda y derecha, y que necesitan que España siga siendo su cortijo.

La inhabilitación de Torra entra dentro de esa lógica territorial ultracentralista, de atar y bien atar, para seguir viviendo del cuento. Por eso, la hipotética independencia de Catalunya, que produce casi el 20% del PIB estatal, es un peligro para toda esa gente. Duelen el 6,24% del cupo vasco o su equivalente navarro para sostener a quienes intentan aniquilar a naciones con más trayectoria histórica.

La monarquía es parte del entramado. Así se ha comprobado los últimos años en su beligerancia contra Catalunya. La entrega de despachos a jueces y juezas en territorio catalán estos días ha demostrado una vez más lo inconveniente de su actitud. Y hasta el Gobierno del PSOE y Podemos ha evitado que fuera para que no la liara demasiado. Felipe VI no es bienvenido allí porque recuerdan su agresividad y chulería contra los millones de personas que participaron en el referéndum del 1 de octubre de 2017 o su falta de empatía con la gente herida por las fuerzas de seguridad españolas.

Hasta aquí ha llegado un presidente de transición convencido de que no hay más vía que la unilateralidad para lograr la independencia del pueblo catalán. Quien pensó que pasaría sin pena ni gloria se equivocó, y al menos hay que reconocerle honestidad y valentía, dadas las enormes consecuencias personales y dificultades a las que se ha tenido que enfrentar, por la judicialización y persecución continuas.

La gran división entre las fuerzas independentistas puede ralentizar el procés, aumentar la frustración en la sociedad catalana y, consiguientemente, una gran abstención en las próximas elecciones de principios de 2021. Por el contrario, el bloque unionista español se muestra compacto, pues saben que tienen mucho que perder. Podrán bailar los votos de una sigla a otra, pero mantendrán posiciones.

ERC, probable ganadora de esos comicios, parece apostar por un gobierno de coalición al modo de Madrid con socialistas y los locales de Podemos. El mundo de la antigua Convergència se enfrenta a una nueva travesía del desierto tras la última jugada de Puigdemont contra el PDeCAT (que parece ser el mejor posicionado para resistir, dada su fuerte implantación en el territorio).

Los partidos catalanes se enfrentan a un momento grave, deberán equilibrar la legítima confrontación electoral y la estrategia futura común en la cuestión nacional. El riesgo de frustración y reacción de la ciudadanía les exige una altura de miras que hoy no se percibe.