e declaro muy fan de las democracias anglosajonas. No quiero decir con eso que sean ni mejores ni peores que las continentales. Tampoco desprecio los aciertos de otras democracias más lejanas que afrontan retos diferentes con tradiciones y recursos propios. Mucho menos quiere ser este artículo un canto a una soberanía estatal clásica que ya no existe. Pero sí quiero invitarles a mirar hacia esas grandes democracias anglosajonas de las que hemos aprendido tanto. Una mirada que yo lanzo con respeto y, cuando toca, admiración sincera. Pero una mirada hoy inquieta y preocupada.

Y es que las democracias norteamericana y británica están siendo sometidas a un muy duro embate. Lo mismo que los bancos se someten a esos famosos test de estrés, simuladas pruebas de solvencia o de esfuerzo para comprobar hasta dónde, puestos en lo peor, pueden aguantar sin quebrar, estas democracias han elegido someterse, sin simulación y jugándose la herencia a pecho descubierto en tiempo real, a una prueba de resistencia democrática severísima: poner al frente a dos conocidos populistas con poco respeto por la verdad y por las normas que hasta la fecha han formado el esqueleto de todo estado de derecho.

Trump seguramente ha forzado ya en cuatro años de mandato la mayor parte de las costuras institucionales que definen la democracia norteamericana. La fortaleza y la sutileza de los famosos checks and balances han permitido que la cosa mal que bien aguante hasta el momento. Pero las próximas semanas la prueba de esfuerzo se endurece: los conflictos raciales, la extensión de la cultura de la violencia y la pérdida de valoración social de la veracidad en la información coincidirán con unas elecciones clave en que los observadores anuncian un riesgo de que si el presidente pierde no acepte los resultados. Ni el mejor cinturón de seguridad puede impedir lo peor si el choque es frontal y a toda velocidad.

La economía británica ha sufrido la mayor pérdida del PIB de toda la OCDE en este último trimestre y Boris Johnson, que ha jugado con la mentira a lo largo de toda su vida y que al principio de la pandemia flirteó con el negacionismo y la ocurrencia, da esta semana una vuelta de tuerca más con una propuesta de ley que desprecia el sometimiento del poder ejecutivo a la ley y a los compromisos internacionales. Pretende reservar para su ejecutivo ciertas capacidades "por encima de cualquier otra legislación, convención o regla de cualquier ley europea o doméstica, y cualquier orden, sentencia o decisión de cualquier tribunal o corte". No quisiera ponerme tremendista, pero lo que muestra esta frase entrecomillada supera lo que hasta la fecha hemos denominado democracias iliberales. Confiemos en que la democracia británica sepa resistir y protegerse.

Los populismos ponen en riesgo el estado de derecho en los países de mayor tradición y fortaleza democrática. Yo no me atrevería a darles lecciones, me limito a pedirnos a nosotros mismos que no nos dejemos deslizar por la tentadora rampa resbaladiza del populismo, sea de izquierdas o de derechas, que nos promete respuestas fáciles a problemas complejos, que ignora los límites de la realidad, que echa las culpas siempre a otros, que olvida la responsabilidad ciudadana y el esfuerzo individual y colectivo, esa rampa resbaladiza que como las de los puertos en marea baja, llenos de aparentemente inocente verdín, prometen un refrescante baño sanador, quizá el último de la temporada en este soleado domingo de septiembre, y pueden terminar con nuestros sesos -nuestro futuro- sobre el cemento.