La dimensión geopolítica de la comunicación cobra cada día mayor relevancia en nuestros convulsos tiempos modernos: se ha convertido en una materia prima estratégica para quien gobierna, una auténtica piedra de toque del poder.

En cualquier esfera de nuestra sociedad (el mundo político, el educativo, el deporte o la cultura) el peso de lo mediático, del morbo y la preeminencia del espectáculo, de la bronca, del impacto emocional sobre la reflexión serena y la conversión de muchísimos informativos de los medios de comunicación en una suma inconexa de sucesos, deporte, el tiempo y crónica rosa-social enmascara otra realidad, caracterizada por el triste hecho de que digerimos como fast food, como comida rápida, todo lo que los medios y el poder convierten en noticia. Nos transformamos así demasiadas veces en una masa social acrítica, que no encuentra ni la calma ni el tiempo necesario para pararse a pensar y formar criterio sobre cuestiones troncales para nuestra convivencia.

Cabría proponer tres humildes consejos para tratar de superar ese intento de gregarismo social que se impone a modo de potente somnífero de nuestras conciencias (la individual y la colectiva): leer y reflexionar por encima de la actualidad, darle distancia y relativizar los enfoques que nos bombardean mediáticamente y por último intentar mantener coherencia en nuestras actitudes vitales y nuestros criterios como ciudadanos.

Frente al gregarismo y a la visión tribal que caracteriza hoy día a la política cabe afirmar que la independencia y la libertad de criterio, de pensamiento o de opinión se debe medir no tanto por la capacidad de incomodar a quienes te son contrarios como a quienes te son favorables o más cercanos ideológica o políticamente. Esta reflexión, formulada con acierto por parte del escritor Muñoz Molina, condensa la esencia de los tiempos que corren en la política.

La gran diferencia entre unas sociedades y otras no se llama legalidad, se denomina cultura política, cultura democrática. Para los ingleses o los estadounidenses, dos de los mejores ejemplos de construcción democrática, imperfectas pero consolidadas, asentadas y con un nivel de madurez que cabe envidiar desde nuestra poca cintura jurídico-política, la realidad se construye de forma dinámica, atendiendo a lo que los ciudadanos directamente o a través de sus representantes proponen. Y es la legalidad, la realidad jurídica la que se adapta a esa exigencia de dinamismo.

En nuestro caso ocurre exactamente lo contrario: primero se construye la realidad jurídica, el bloque de legalidad y ha de ser la vida social, la realidad social y política la que deberá encajar sí o sí en tal dimensión legal preestablecida. Y lo que no encaje en la misma es rechazado, porque conforme a esta rígida concepción lo que no existe en la ley no debe existir ni ser reconocido en la dimensión social o política.

Así nos va, con una clase política española incapaz de resolver problemas que serían resolubles con vocación de pacto y cultura democrática, algo que no tiene por qué estar reñido con un concepto de legalidad que sea algo más que las “Tablas de la Ley”, inmutables y perpetuas.