s difícil encontrar algo que represente mejor las diferencias entre las dos Américas que la actual crisis del covid-19.

No es que el coronavirus distinga entre la situación social o geográfica de sus víctimas, pero las circunstancias son muy diferentes para la América de las áreas urbanas, situadas principalmente en las dos costas, con grandes hospitales y centros de investigación, y la que produce alimentos y trabaja en sus industrias en las grandes extensiones de carácter rural donde los hospitales son escasos y de recursos limitados.

Aparte de las ventajas evidentes de funcionarios, banqueros o abogados, quienes se refugian en sus casas donde algunos pueden trabajar a distancia, todos siguen cobrando y se ven poco expuestos al contagio, el resto del país que no goza de tales privilegios se enfrenta a un costo adicional: los pleitos que los abogados se preparan a lanzar para compensar a las víctimas del covid-19.

Son nada menos que cien mil millones de dólares que los bufetes intentan sacar a hospitales, comercios o cualquier empresa que pudiera tener algo en sus arcas. Tanto por los contagios ocurridos hasta ahora, como los que puede haber a medida que las escuelas, iglesias, hoteles o cualquier tipo de comercio reanudan sus actividades normales.

Los abogados están afilando sus cuchillos para pedir compensaciones por las “negligencias” que hayan podido permitir el contagio, o la situación actual que tal vez no ofrezca garantías suficientes. Esto significa unos costos exorbitantes para las víctimas de sus querellas, no solo por los pagos que se les podrían exigir, sino también por los costos legales para defenderse, además de nuevas medidas que habrían de aplicar.

Hay además costos jurídicos muy elevados para las empresas acusadas, pues los bufetes de abogado cobran alrededor de 400 dólares por hora, que sus clientes han de pagar tanto si pierden como si ganan los pleitos.

Es frecuente que las empresas acusadas de negligencia prefieran pactar una indemnización fuera de los tribunales. Unas cantidades pactadas de esta forma representan un ahorro comparado con procesos legales muy caros. Probablemente habrán pagos negociados que, según varias proyecciones, podrían sumar cien mil millones de dólares en todo el país.

Los beneficiarios de estas indemnizaciones no son las víctimas, que probablemente solo cobrarán unos pocos dólares cada uno, sino los bufetes que se quedan varios millones por su gestión. Y sin riesgo alguno, porque su bonificación queda estipulada ante un juez que aprueba los acuerdos. El resto, dividido entre cientos o millares de indemnizados, se queda en casi nada.

¿Quienes son estos abogados? Los que han salido de las universidades de más prestigio, los que se mueven en círculos de poder en San Francisco, Nueva York, Washington o Boston. Fuera de Chicago, Austin (Texas) o Madison (Wisconsin), casi o ninguno de estos abogados vive o trabaja en el interior del país.

Estos juristas, que se benefician de las masas populares a quienes dicen ayudar, van en sus Masseratis a votar en contra de Trump porque no comparte sus tesis y consideran que no son lo suficientemente sofisticadas para merecer su apoyo.

Sus clientes, los obreros, tenderos o agricultores de zonas rurales o pequeñas ciudades, no comprenden demasiado bien en qué se benefician de tanta política social, pues mientras abogados y funcionarios pueden vigilar a sus hijos cuando siguen las clases online, ellos han de escoger entre ir a trabajar y dejar a los niños solos, o quedarse en casa y no cobrar. Encima de todo esto, se sienten objeto de desprecio por las clases ilustradas y pudientes.

Hace cuatro años, Trump celebró que esta “mayoría silenciosa” lo hubiera llevado a la Casa Blanca. Entonces les prometió “secar el pantano” de la corrupción en Washington. Hoy, con el covid y la crisis económica Trump está muy debilitado y sus partidarios, todavía fieles, temen perder los comicios presidenciales de este año y verse de nuevo a la merced de las élites caritativas que se forran los bolsillos en nombre de ellos.