Thomas Jefferson dijo que cada generación necesita una nueva revolución. En pocos lugares del mundo tiene más sentido esa afirmación que en Francia. Su historia está plagada de revoluciones, entre ellas la más famosa, la Revolución francesa, que celebra este 14 de julio los 230 años de uno de sus grandes episodios, la toma de la Bastilla.

A finales de 2018, en el año que conmemoraba el 50 aniversario de otro hito revolucionario de Francia, Mayo del 68, la actual plaza de la Bastilla ha sido testigo de una nueva oleada de protestas. Los chalecos amarillos han tenido en jaque al Gobierno de Macron hasta bien entrado 2019. Tomar de nuevo la Bastilla ha sido uno de sus lemas más coreados, lo cual demuestra que lo ocurrido aquel 14 de julio de 1789 sigue alimentando el imaginario político de los franceses incluso hoy.

La toma de la Bastilla no fue el inicio de la Revolución francesa. Sus orígenes se remontan a años anteriores. La Revolución americana de 1765 fue uno de sus grandes inspiradores. El mismo término revolución, que hasta entonces sólo se usaba en astronomía, adquirió el significado de cambio político gracias a la rebelión norteamericana. Francia apoyó a los colonos sublevados enviando tropas a luchar junto a los rebeldes contra la corona británica. Aquellos franceses que lucharon en América trajeron aquellas ideas revolucionarias a su país. Pero la aventura americana trajo también otra consecuencia, un enorme agujero económico en las ya maltrechas cuentas de Francia.

Las arcas francesas llevaban años de déficit desbocado tras décadas de guerras. Luis XVI trató de salvar la situación a través de la recaudación de impuestos. Fueron además años de malas cosechas por lo que el precio del pan subió enormemente. La situación económica se deterioraba año a año. Todos los estamentos sociales se levantaron frente a los nuevos impuestos. Ante esto el rey trató de buscar una salida convocando los Estados Generales en mayo de 1789. Y allí, el tercer estado, que representaba a las clases populares, se rebeló frente al clero, la nobleza y el rey autoproclamándose asamblea constituyente en junio y redactó una constitución. Eran los primeros pasos de la Revolución francesa.

Aquel julio, París estaba en estado de ebullición. La primera semana del mes, fecha para el pago de las rentas, coincidió con una fuerte subida del precio del pan que puso en aprietos a la mayoría de los habitantes de la ciudad. Se extendió por París el miedo a que el rey atacase la ciudad para acabar con el nuevo poder de la asamblea. La noticia de que el ministro de finanzas Necker, el hombre al que las clases humildes veían como el salvador de Francia de la bancarrota, había sido destituido por el rey. Fue la gota que colmó el vaso.

Estalla la batalla Aquello fue tomado como un ataque del soberano y la aristocracia al nuevo poder del tercer estado. Para empeorar la situación, Luis XVI había enviado tropas a París, lo que reforzó la idea de un posible ataque del monarca para poner orden en París por la fuerza. El 12 de julio comenzaron los disturbios cuando llegaron las primeras noticias de la destitución de Necker. Varios regimientos fueron enviados a desalojar la plaza Vendôme. Tuvieron que retroceder ante la fuerza organizada de la multitud. Comenzaba la batalla por París.

La Bastilla era algo más que una simple fortaleza militar en la zona este de París. Fue construida en el siglo XIV como defensa contra posibles ataques de los ingleses y convertida, años después, en la cárcel. Pero no fue hasta que el cardenal Richelieu lo utilizó como prisión contra los enemigos del Estado cuando se convirtió en un símbolo del despotismo real. Todos los que conspiraban contra los monarcas terminaban con sus huesos en la Bastilla. También los que atacaban el orden moral de la época terminaban recluidos en ella. El marqués de Sade, que salió de ella justo la semana anterior a la toma de la fortaleza, fue uno de sus prisioneros más conocidos.

En 1789, la fortaleza no era más que un recuerdo del despotismo de antaño y estaba proyectada su demolición debido al alto coste de su mantenimiento. Por ello solo había siete prisioneros en aquel momento y ninguno de ellos había sido encarcelado por conspirador. La literatura había convertido a la Bastilla en el símbolo máximo de la represión del rey contra el pueblo, pero en aquellos momentos la Bastilla no era más que otra carga económica para el Estado. El hecho de que aquel 14 de julio fuese lo único que quedaba del poder de Luis XVI en París lo convirtió en el principal objetivo de la ira popular.

Aquel 14 de julio unos 1.000 ciudadanos se dirigieron a la fortaleza por la mañana. Pidieron hablar con el alcaide De Launay para que entregase los cañones y las armas que había dentro de la fortaleza a la milicia de París. Esta las repartiría después entre la población. De Launay y sus oficiales se negaron. No podían entregar la fortaleza sin la orden del rey procedente de Versalles. Las negociaciones continuaron durante horas, impacientando más a la multitud que se había congregado.

De entre la multitud, un pequeño grupo se deslizó por el tejado de un edificio contiguo a la fortaleza entrando al patio de la Bastilla. Uno de aquellos hombres logró cortar las cadenas del puente levadizo. Este cayó sobre la muchedumbre, matando a una persona, y los sitiadores intentaron entrar en la fortaleza. Desde dentro se les respondió a tiros. Comenzaba la batalla por tomar la Bastilla.

Los soldados del interior no se rendían. Unos 80 soldados veteranos, que ya no servían para el ejército, junto a una treintena de granaderos suizos repelieron a la muchedumbre. La milicia popular trajo cañones apuntándolos a las zonas donde los soldados resistían. El alcaide De Launay, ante la desesperada situación y la incapacidad de soportar el sitio, incluso pensó en volar la fortaleza con todos dentro. Alrededor de las cinco de la tarde, tras varias horas de combate, el alcaide agitaba un pañuelo blanco. No había posibilidad para los sitiados. La fortaleza se rendía.

Unas 100 personas murieron tratando de tomar la Bastilla. De los guardianes de la fortaleza solo fallecería uno durante el combate, pero algunos perecieron linchados tras ser apresados. El alcaide pagó la ira de los ciudadanos por las muertes que se produjeron durante el asedio. De Launay fue herido a cuchillo y bayoneta, y rematado con una pistola. Su cabeza fue expuesta sobre una pica. El símbolo de la opresión del rey había caído y comenzaba la leyenda de la Bastilla.

Hubo dudas sobre cuál debía ser su destino, si demolerlo o utilizarlo con fines militares. Al final se demolió. Había que hacer desaparecer el gran símbolo del poder de la realeza. En su lugar se colocó durante un tiempo un gran altar.

Los objetos y restos de la fortaleza se convirtieron en reliquias para los revolucionarios. Incluso se tallaron pequeñas maquetas de la Bastilla con las piedras de sus ruinas que fueron enviadas por toda Francia para su exhibición. Se redactó una lista con los nombres de los casi 1.000 ciudadanos que participaron en la toma con el fin de que sus nombres pasaran a la posteridad.

El historiador Jean Clemént Martin dirá que “una cosa es indiscutible: la toma de la Bastilla es la primera tentativa de detener la decadencia en la que está sumida el país”. Con ella la Asamblea Nacional se legitimó y se puso en duda al antiguo régimen. París se había impuesto a Versalles. Como explica Simon Schama, la Bastilla “confirió forma e imagen a todos los vicios contra los que la Revolución se había declarado”. Un mito revolucionario cuyo poder evocador continúa hoy.

Este 2019 la plaza de la Bastilla se ha teñido de amarillo. Ha sido el lugar elegido para terminar las manifestaciones de los chalecos amarillos en sus sábados de protesta. Una nueva revolución ha tratado de tomar la Bastilla, echando un pulso al gobierno Macron. El presidente francés ha sobrevivido gracias a su Gran Debate y a las nuevas reformas. La marea amarilla ha bajado y la Bastilla no ha sido tomada como pretendían. Pero ha demostrado que en Francia el mito de la revolución sigue aún vivo y que la Bastilla se puede volver a tomar hoy de nuevo?