Los pensionistas toman las calles. Y en el PP se desata el pánico. El acecho político a un Gobierno obsesionado por su soledad y sus grietas de corrupción, en medio del ensoberbecimiento de Ciudadanos, se ensancha por una grieta inesperada en el granero tradicional que los populares creían más cautivo. La rebelión del 0,25% ha venido para quedarse al menos hasta las próximas elecciones mientras saca los colores a la clase política enredada en disculpas banales para garantizar un sistema sostenible y de manera especial a un Gobierno atrapado en sus torpezas dialécticas y escritas que causan irritación.

La indignación de los abuelos del 15-M puede alcanzar tal dimensión movilizadora que desequilibraría cualquier contienda electoral que se precie, sobre todo si Fátima Báñez se empeña en seguir hiriendo la sensibilidad de los veteranos cotizantes. Cuando en un país los pensionistas sin siglas pero concienciados de su batalla desde los grupos de WhatsApp quieren tomar el Congreso con el gesto simbólico de superar las vallas que lo protegen, el Gobierno debe poner las barbas a remojo porque casi nueve millones de personas le empiezan a señalar con el dedo acusador.

No hay espacio para el sosiego en el PP. Cada dos días se sucede una entrega por fascículos de la corrupción que aborta inevitablemente su discurso. Esta semana, de hecho, El Bigotes ha tomado muy relajado el relevo de Francisco Granados para enfangar -todavía queda sitio- la decencia política del aparato del partido que le contrataba y de su círculo de influencia. Y el viacrucis no ha terminado, que es lo peor como se temen en el entorno de La Moncloa y en la sede de Génova. Frente a semejante desgaste, la capacidad de respuesta queda menguada hasta límites que comprometen su credibilidad, precisamente en un agitado ambiente sociopolítico donde los límites a la libertad de expresión son atribuidos a la larga mano del Gobierno en la derechización de la Justicia, incluido para muchos y sin razón el desatino de la retirada de Presos Políticos y que retrata a empresarios de curtida trayectoria que tropiezan en su afán papista como el presidente de Ifema, pero que compromete también las dudas existenciales en el PSOE.

Entre tanto dislate no hay tiempo para la política. El final del bipartidismo ha traído, paradójicamente, la incapacidad del acuerdo entre diferentes. Se auguran tiempos de profunda inestabilidad porque se antoja imposible a corto plazo un clima de mínimo entendimiento en los auténticos asuntos de país. Catalunya y la corrupción han sembrado de minas el suelo político en las instituciones creando una peligrosa incertidumbre sobre su desenlace. La patética división en el independentismo catalán y la sombra permanente del juez Llarena, cuando no el Tribunal Constitucional, paralizan algo más que una investidura o la creación de un Govern. Con su evidente incapacidad para el acuerdo bajo la amenaza caudillista en sus métodos de Puigdemont, los partidos soberanistas debilitan las razones de su apuesta ideológica más allá de lo que digan los resultados demoscópicos, porque parece reducirse el fundamento de tales discrepancias a una mera cuestión de personalismo. El tedio se está apoderando y con razón de la interminable cuestión catalana, demasiado enmarañada en ocasiones por golpes de efecto que contrastan con los inexistentes debates programáticos. Toda una concatenación de despropósitos que condicionan, como siguiente derivada, la gobernabilidad de España.

La inestabilidad asoma con fuerza en Catalunya, si es que alguna vez ha desaparecido. Bastaría una lectura desapasionada del embrollo judicial por el procés y de las alternativas que maneja el círculo de confianza de Puigdemont para imaginarse fácilmente una legislatura de mínima consistencia. Así las cosas, la metástasis se trasladaría con rapidez a Madrid porque, de un lado, permitiría a Rajoy mantener la aplicación del artículo 155 y así contener las presiones unionistas de Albert Rivera pero, por el contrario, vería dinamitado el puente con el PNV para la aprobación de los Presupuestos y, a su vez, complicaría al infinito la capacidad de respuesta a los presidentes autonómicos en la asignatura tan pendiente como caliente que es la financiación. Y así que siguen pasando los meses. En el Parlament y en el Congreso no se ha aprobado una sola ley desde hace meses y la vida sigue. Eso sí, quizá la mayoría silenciosa vaya tomando nota del desvarío hasta que se canse como los pensionistas. Cuidado, Mariano, que diría el llorado Forges.