Había pasado ya un mes y la bici seguía ahí, candada en frente de la discoteca Bataclan. Nadie había ido a recogerla y una enredadera de flores y escritos la había ido recubriendo. Incluso de su sillín colgaba una poesía anónima titulada Au cycliste inconnu. Su dueño pudo morir en la sala o estaba en algún hospital de la capital francesa. Nadie lo sabía. Y es que los parisinos anónimos son los protagonistas de esta historia, más que los políticos grandilocuentes. Aunque los militares patrullan por las calles, los ciudadanos no han erigido un monumento al “soldado desconocido”, sino al “ciclista desconocido”. La espontaneidad popular ha creado en este rincón del canal de Saint Martin un sutil icono de la fragilidad física ante el terrorismo. Quizá no tendrá el éxito de la Torre Eiffel con el signo de peace, ni dará lugar a un hashtag en Twitter, pero simboliza la fortaleza moral ante la barbarie. La fuerza de la palabra. La herencia de los nietos de mayo del 68. El testigo ya está tomado. Los parisinos no pilotan cazabombarderos en Oriente Medio, sino que cruzan las calles de la ciudad con sus pacíficas bicicletas. Y han dado un paso adelante en la primera línea del frente: han vuelto a sentarse en las terrazas para fumar, conversar y beberse la vida a sorbos de café. Una vida que, pese a todo, continúa. Uno de los locales atacados, el café Bonne Bière, reabrió sus puertas el pasado 4 de diciembre y a partir de enero lo harán Le Petit Cambodge y Le Carillon; solo Bataclan no contempla su reapertura antes de finales de 2016. Hace un par de semanas, los servicios municipales de limpieza de París comenzaron a retirar parte de los dibujos, poemas, flores, mensajes y fotos de la calle, con la idea de conservarlos en los Archivos de París como un fondo documental de todo el movimiento de solidaridad tras los ataques.
La ultraderecha gana tras los atentados con una involución global
Pero no se puede ocultar que hay miedo. Que se ha roto algo en el interior del corazón de Francia. La ciudad de las luces brilla hoy, un mes después de los atentados del viernes 13, a medio gas. Con el alma cívica encogida tras el escalofrío de los tiroteos y la cabeza política confusa debatiéndose entre la apuesta por los valores democráticos que abrieron el camino a Europa, por un lado; y el acto reflejo populista de cerrarse en sí mismos, por otro. Una opción cortoplacista que, como se ha visto, ha encumbrado a Le Pen mientras el resto de fuerzas giraba hacia la derecha. Y es que los franceses y francesas tienen hoy en día más interrogantes que respuestas. Es pronto para éstas ya que la teoría del shock ha funcionado y la ciudad lucha por recuperar el ritmo de su día a día con la conciencia de que el 13-N marcó a fuego un antes y un después en el ADN de la capital del Sena provocando una onda expansiva europea y casi mundial que amenaza con ser un tsunami. A continuación se repasan una serie de reflexiones u observaciones a pie de calle, extraídas de ciudadanos normales y corrientes lejos de teorías políticas y sociológicas aunque, por abstracción, se esbozan e intuyen algunas de ellas.
Un ataque al modo de vida parisino que le pudo tocar a cualquiera
Y es que la primera impresión que surge tras pasear por el popular (y mestizo) distrito 10, epicentro de la acción terrorista, es que le pudo tocar a cualquiera. Fue una ruleta siria. Le Petit Cambodge, el local Belle Équipe, el bar Le Carillon... Son nombres que se han hecho tristemente famosos pero no aparecían en ninguna guía de París. Son establecimientos en los que cualquier parisino/a se podía estar tomando un aperitif tras la semana de trabajo. Y si se cambiara el idioma o las coordenadas y se pusiera El Bar de la Esquina, Taberna del Puerto, El Bodegón..., bien podrían haber sido las barras de bar o la terrazas en el que cualquiera de nosotros/as se estuviera tomando una cerveza con sus amigos o en familia. Estamos ante un terrorismo low cost. Ya pasó con los atentados de Madrid en 2004 contra trenes de barrios obreros. Resulta complicado escrutar la mente de alguien que decide abrir fuego con un fusil de asalto kalashnikov contra personas armadas con una taza de café o un cigarro en la mano. Pero sí que es cierto que de alguna manera, estos locales y este ocio sencillo y alegre, representaba quizá un modo de vida que los terroristas buscaban atacar. Se trata de un mazazo a una forma luminosa de entender la vida que contrasta con la situación de no futuro y oscuridad a la que están condenados países situados a muchos kilómetros de la Torre Eiffel o, sin ir tan lejos, grandes banlieus de cualquier ciudad de Francia, un país que no ha podido -o no ha sabido resolver- el gran reto del siglo XXI que es la gestión de la diferencia cultural, social y étnica.
Los libros sobre el islam y la integración social vuelven a los quioscos
Porque cruzando París de Sain Dennis al Barrio Latino, realmente se intuye que una parte de lo sucedido (sólo una parte) no tienen que ver con la geopolítica sino con la política local. No se trata de buscar una relación causa efecto ni justificar la violencia por causas sociales o del “sistema”. Tampoco lo contrario, extraer la ecuación simplista de que inmigración (islamista) es igual a terrorismo. Pero el contexto socioeconómico, cultural y religioso no se puede obviar. Y menos en una sociedad como la francesa con un 10% de inmigración en la que la comunidad musulmana tiene un peso específico importante y el islam es visto como una amenaza para la República francesa por el 56% de la población, según las últimas encuestas. Algo está fallando. También en casa. Aunque el foco se haya puesto ahora en Siria, en los refugiados o en las personas que vienen de otros países, el verdadero problema social se centra en lo que es la segunda generación de inmigrantes. Los terroristas no venían de Siria ni eran hijos de familias que se han quedado sin techo por las bombas aliadas, sino jóvenes que han nacido en Francia (o en Bruselas, o en Alemania....), que posiblemente se sienten fuera de lo que es el propio sistema (alto índice de paro, desescolarización) o pueden tener serios problemas de estructuración de la personalidad. Jóvenes que han encontrado en una deformación de el Islam un sentido a su vida. Grupos como Al Qaeda o el Estado Islámico han dado con una receta unívoca que se vende en 140 caracteres y un minuto de Youtube hasta el punto de morir y matar por unas creencias contrarias a la propia esencia de la religión que dicen defender. Esto no es nuevo. Ni siquiera en la Historia. Lo realmente nuevo es el contexto y los instrumentos: internet + kalashnikov= terrorismo global. Las redes sociales garantizan una capacidad de reclutamiento y organización solo superada por su potencial para amplificar sus acciones. Pero, ¿por qué ha sucedido todo esto?
Las acusaciones aquí son cruzadas y se viven en las propias terrazas que bien pudieran ser de nuevo un objetivo del EI. Gran parte de los franceses, a pie de barra de bar, piensan que no han querido integrarse en un país que ofrece sanidad, educación pública.... “Si no se adaptan, que se vayan”, dicen. Otros consideran que se les excluye por intentarles hacerles comulgar con unos valores republicanos que van más allá de los mínimos comunes denominadores de una sociedad laica. ¿Integración o asimilación? ¿Islam y terrorismo? Quizá la cuestión sea más sencilla ya que hay muchísimos inmigrantes perfectamente integrados en la convivencia u otros que se han rebelado protagonizando sonoras revueltas callejeras, pero jamás pensarían en disparar contra sus vecinos ni hacerse volar por Alá. Posiblemente se trate de puro fanatismo religioso, apuntan los más. La conversación está a la orden del día en cualquier parte... Y ha llegado también la hora de los expertos y opinadores. Sea lo que fuera, los atentados han devuelto a las estanterías y escaparates de las librerías libros y tratados sociológicos sobre este tema social de fondo. París es una ciudad en la que todavía hay librerías y la gente en el metro y en las terrazas lee o escribe con un boli en lugar de whats appear... Lo que es claro es que las primeras víctimas fueron los 127 fallecidos. Por desgracia se intuye que la acción-reacción (quizá era el fin real de los ataques) la ola xenófoba se cobrará otras víctimas sociales: las amplias comunidades de inmigrantes que pueden ser criminalizadas aumentado la fractura social y generando el caldo de cultivo necesario para el fanatismo. Finalmente, incluso hay ya algunas voces criticas que apuntan que los verdaderos perjudicados pueden ser todos, por un doble peligro: el miedo real a sufrir un atentado, por un lado; y los efectos a largo plazo de la previsible involución en derechos para toda la colectividad en aras de la sacrosanta seguridad que, no obstante, se ve hoy como algo prioritario. ¿Hay alguna solución?
Militares, policías y ‘seguratas’
Antes los registros se hacían al salir de las tiendas; ahora, al entrar
La primera medida obviamente ha sido reforzar la seguridad pública y privada en París y muchas otras ciudades. Miles de soldados patrullan por las calles y custodian edificios públicos o emblemáticos. Otros tantos policías vigilan otros puntos estratégicos y serán muchos más los que no porten uniforme y estén volcados en labores de información. ¿Matar moscas a cañonazos? La lucha contra un enemigo invisible es lo más parecido a un boxeador dando puñetazos a su propia sombra. En muchas tiendas de París ha aparecido estos días una figura nueva: el portero de seguridad. Antes los guardas registraban o miraban los bolsos al salir de un establecimiento para evitar robos. Ahora, los cacheos y registros se realizan al entrar. Y ahí no hay diferencia según clases sociales. Lo mismo sucede en las flamantes firmas de los Campos Elíseos que en un supermercado de barrio. Los detectores de metales están a la orden del día y hay que enseñar los bolsos y abrirse el abrigo. El objetivo es detectar cinturones explosivos o armas largas ocultas bajo la ropa. Los ciudadanos y turistas lo aceptan con resignación poniendo en el otro lado de la balanza la autosugestión de la seguridad, un sector económico, por cierto, que se frota las manos por el nuevo negocio. Pero es evidente que aunque pueden ser útiles y tengan un efecto psicológico, resulta imposible garantizarla de un modo eficaz a lo largo de miles de ciudades de todo el mundo. Y los terroristas, que además no tienen nada que perder, lo saben. Siempre habrá un hueco en el muro o un objetivo fácil. Por eso parece que la solución, aunque compleja, debería mirar a las causas de fondo y a estrategias globales. Pero una ciudad que se recupera de un trauma como el de hace un mes aún no está para grandes reflexiones. Simplemente se lame las heridas y homenajea a sus muertos cubriendo las aceras y paredes con miles de flores, fotos y escritos. La historia se repite. 11-S, 7-J, 11-M, 13-N... Los bomberos de Nueva York relataron cómo los móviles de fallecidos en la Torres Gemelas sonaban y sonaban tras el atentado sin nadie que pudiera responderlos. Hace doce años, muchas familias esperaban en un andén de Atocha a un ser querido que nunca llegó. Ahora la bicicleta de ese parisino desconocido esperaba a su dueño en la calle Voltaire. Quizá nunca llegará, pero como decía el final de la poesía que alguien colgó en de su manillar, “si no vienes, será porque la habrás donado a la ciudad para que se convierta en un estela en medio del parque”. París es mucho París.