El 25 de abril de 1975 se cumplía el primer aniversario de la Revolución de los claveles, iniciada con el golpe militar dado por un sector mayoritario del ejército portugués, constituido en Movimiento de las Fuerzas Armadas, que ante la sorpresa de, literalmente, todo el mundo acabó en un pis-pas con la dictadura hasta entonces más longeva de Europa. Mientras el dictador Marcelo Caetano -sucesor de Oliveira Salazar, el amigo de primera hora de Franco cuando fue proclamado caudillo en la vecina Salamanca- hacía las maletas para su exilio en Brasil; del otro lado de la raya, la segunda dictadura más veterana, empezaba a considerar que quizá las cosas no duran por siempre jamás.

Ese mismo día, Franco decretó su último estado de excepción. Por muchos motivos, resultó un excepcional estado de excepción. En la España de Franco todo era excepcional: se fusiló por rebeldes a quienes se mostraron leales al poder legítimo constituido por la República; el nuevo régimen se declaró una democracia “orgánica”, sistema organizativo político desconocido en el resto del mundo, donde había democracias a secas, democracias populares o dictaduras de palo y tentetieso; y se definió el modelo de Estado como una monarquía sin rey. El surrealismo político franquista se conjugaba con la hiperrealista represión de la oposición y un miedo generalizado se hizo carne en la población no adicta, bajo el continuo recuerdo de la Guerra Civil y la omnipresencia del ejército de la Victoria mandado por el Vigía de Occidente. Si me regodeo en el lenguaje de la época -y les pido disculpas si les parece innecesario- es para recordar a los más jóvenes que hubo un tiempo en este lugar en el que no éramos tratados como ciudadanos, sino como súbditos; y de la variedad oligofrénica a entender de los gobernantes.

UN ACTO PERSONALÍSIMO La declaración de estado de excepción fue un acto personalísimo del dictador, su firma estaba al pie del Decreto Ley 4/75. Lo curioso es que también fue personalísimo en su razón de ser y esto es algo tan inusitado que no me resisto a contarlo. El día anterior, 24 de abril, habría sido como cualquier otro de no ocurrir que cuando dos jóvenes salían del asador Ergobia de Astigarraga, escucharon el temible: “¡Alto, Policía!”. Eso es lo primero que oyeron. Lo segundo fue una balacera. Uno de los jóvenes quedó muerto sobre el pavimento. El otro -según dijeron- exclamó: “¡No disparéis más, soy Goiburu!”. Quien imploraba por su vida era Juan Goiburu Mendizabal, alias Goierri, alias Juan Pelotas, dirigente de los comandos de ETA (pm). Algún poli razonó que un vivo habla más que un muerto y eso dejó al detenido a este lado del río Estigia. A las pocas horas, Goierri empezó a hablar y, en aplicación de lo que los militares llaman “aprovechamiento del éxito y persecución del enemigo”, se decretó el estado de excepción, que dio inicio a una dantesca bajada por un tobogán de incursiones domiciliarias, cierre de revistas, arrestos en masa, vejaciones, torturas, ejecuciones extrajudiciales? y que culminó en los fusilamientos de Juan Paredes Manot, Txiki, su compañero Ángel Otaegi y tres miembros del FRAP (José Baena, José Luis Sánchez Bravo y Ramón García), últimos actos homicidas conscientes de Franco. Nunca, que yo recuerde, la detención de una sola persona había tenido tan tremendas consecuencias. Pero no me gustaría que me malinterpretasen. La detención del dirigente de ETA era inseparable del contexto, de la sensación del régimen franquista de que su fin se acercaba.

Desaparecido Carrero Blanco, garante de la sucesión ordenada -como se decía por la época-, visto lo sucedido en Portugal, avisados de la grave enfermedad del dictador desde el verano precedente y tomada nota de que el príncipe Borbón podía acabar borboneando, es decir caer de cualquier lado siempre que fuese sobre mullido, el régimen de Franco comenzaba su agonía y acabaría como empezó: matando. Pero de la misma manera que no se puede contar un partido de este Athletic sin hablar de Aduriz, lo cierto es que Goierri dio mucho que hablar porque mucho habló. Y las detenciones se fueron produciendo como las cerezas salen del cesto, unas enganchadas a las otras. De mi pueblo, la Policía supo que había un cojo relacionado con ETA: se llevaron a tres. Como concluyeron que no era ninguno de ellos, días después volvieron a la carga. Acertaron esta vez.

Mientras tanto, la Guardia Civil, en ejercicio de emulación y superación de sus rivales de “la secreta” detuvo a dos docenas largas de personas. El cuartelillo era un enjambre de hombres, una mujer, militantes del PNV, izquierda abertzale sin organizar, ELA -la mujer- y euskaltzales. Y en este punto mi recuerdo al querido Mateo Goiko, quien por alguna rarísima razón, nunca lo entendimos, fue el último en ser liberado tras casi un mes detenido. Pero no se extrañen de las cosas raras o aleatorias que suceden en un estado policial-dictatorial. La gran jugada de la represión franquista estaba en que a cualquiera le podía ocurrir algo. Esa era la formula magistral, el miedo generalizado, la violencia difusa, en la que basaba su supervivencia.

EL “quadrillage” La Guardia Civil y la Policía -no se pregunten si es mejor que te devore un león o un tigre- practicaban en sus redadas la técnica del “quadrillage”, inventada por los militares franceses en la guerra por la independencia de Argelia; pero si allí la palabra hacía referencia a la división en cuadrículas del territorio sobre el que operaban y en las que sucesivamente detenían subversivos reales o imaginarios; en Euskadi, el “quadrillage” se llevaba a cabo deteniendo? cuadrillas enteras. No voy a negar en este punto a la Policía española perspicacia y conocimiento de la realidad social de nuestro país pues, léase la tesis doctoral de Ander Gurrutxaga, las cuadrillas fueron fermento y cauce de la transmisión del abertzalismo y en algunos casos núcleo de comandos de ETA. En algunos casos, sí, pero ¿cómo distinguirlos? se preguntaría la Guardia Civil. ¡Ah, la tortura!

Miles de detenidos, con un resultado efectivo de ciento cincuenta militantes de ETA arrestados y tres ejecutados sobre el terreno; mientras ETA asesinaba a 15 personas, policías, guardias y un taxista. Y como aquello no acababa, el 22 de mayo se decretó una ley mordaza, pero de alcance descomunal: se declaraba materia reservada toda información sobre el estado de excepción. Si había algún periódico o revista que, aquejada de trastorno mental transitorio, se pusiese a contar algo de lo que ocurría, multa y cierre de la publicación. ¿Que si hubo alguna que se atrevió? Sí, tengan presente que incluso en la noche más oscura siempre hay algún resplandor. Ahí queda como testimonio, con nuestro reconocimiento, el de las revistas Destino, Posible y Cambio 16, cerradas por orden gubernativa.

No se esfuercen en preguntar por la actitud de los periódicos vascos de la época, pues ni tan siquiera podemos decir que estaban aquejados por aquel miedo generalizado ya que en realidad eran sus agentes propagadores. La mordaza funcionó a medias. Las emisiones en castellano de BBC Internacional y Radio France nos informaban cada noche de lo que pasaba, más o menos. El boca a boca era continuo y, como suele ocurrir muchas veces, disparatado. Que si la plaza de toros de Bilbao estaba repleta de detenidos, que si se habían llevado a no sé cuántos? La noticia más impresionante en mi recuerdo fue la de la muerte bajo tortura de Tasio Erkizia. Tenía toda la pinta de ser verdad, pues lo habían sacado agónico desde los calabozos policiales de la comisaría de la calle de San Mamés en Bilbao al hospital de Basurto, fuente de nuestra información. Recuerdo haber abordado en los pasillos de la Universidad de Deusto a Xabier Arzalluz, quien había sido años antes mi profesor en la Facultad de Sociología. Le pedí que interviniera a favor de los detenidos y específicamente de Erkizia. Suponía que en la oposición vasca solo el PNV podía acceder, a través de embajadas, el Vaticano o que sé yo, ante los represores para llamarles a la cordura. “Están despelotados”, me dijo Arzalluz como expresión del desmadre represivo en el que el franquismo estaba instalado. Es curioso que una frase anodina tenga tanta fuerza evocadora. Quiero decir que si Arzalluz me hubiese dicho “Están enloquecidos” o “Están desenfrenados” quizás no lo habría recordado con tanta intensidad.

Erkizia sobrevivió pero el “despelote” continuó. El 26 de agosto, el régimen dio una vuelta de tuerca más a la argolla del garrote decretando una ley, la 10/75, tan excepcional que ampliaba los supuestos de pena de muerte a los colaboradores no necesarios en aquellos delitos que llevaban aparejada la pena capital. Como si estuvieran pensando en el malhadado Otaegi, un laguntzaile de ETA, hijo único de madre soltera -algo en lo que incidían mucho los periódicos- que escondía en casa a militantes de ETA. Mala suerte la de Otaegi, pues en verdad fue fusilado por sustitución. El destinado al paredón era José Antonio Garmendia Artola, El Tupa, un militante experimentado y armado. Como Garmendia quedó gravemente herido en la cabeza durante su detención, su capacidad mental seriamente afectada, Otaegi ocupó su lugar. Otra vez la gran jugada del miedo al voleo, porque ¿cuántos Otaegi por escarmentar había por la época? Muchos más de los que alguien hoy menor de cincuenta años puede imaginar.

EL LÁPIZ DEL DICTADOR Las fiestas populares de aquel verano fueron una sucesión de horrores, reventadas por la Guardia Civil. En Bizkaia, el torturador capitán Hidalgo, botas de montar, fusta en mano, dirigiendo pelotones de guardias armados con fusiles de asalto Cetme y munición para fuego real. Atentados antiterroristas en Iparralde organizados por el SECED, servicio secreto militar fundado por Carrero Blanco. Correrías de los Guerrilleros de Cristo Rey cadenas en mano, bandas parapoliciales organizadas desde los gobiernos civiles. El deslizamiento por el tobogán del horror alcanzó el clímax con los juicios sumarísimos contra los militantes de ETA y del FRAP. Se suele decir que la justicia militar es a la justicia lo que la música militar es a la música. He oído algunas marchas militares bastante aceptables. Nada que ver con las sentencias dictadas bajo el último estado de excepción por tribunales militares constituidos en Madrid, Burgos y Barcelona, idénticas a las dictadas en El Dueso, Bilbao o Sevilla durante la Guerra Civil: identidad del acusado, hecho acusatorio, declaración del hecho como probado y fallo condenatorio. Y al paredón, si Franco se daba por enterado, fórmula oficial para decir que el generalísimo estaba conforme. El dictador se había iniciado en este tenebroso quehacer durante sus años de Salamanca, al comienzo de la guerra. Entonces usaba un lápiz Faber, que supongo regalo de sus socios nazis, de dos colores, rojo y azul. Si estaba de acuerdo con la pena de muerte, firmaba el enterado en rojo; si concedía al condenado el derecho a vivir, en azul. Se dice que su esposa, Carmen Polo, participaba de cuando en cuando en la macabra decisión cuando conocía los antecedentes del condenado. En la decisión de fusilar a los últimos condenados del franquismo, la familia del dictador intervino. Querían dar una muestra de fortaleza -iniquidad habría que decir- para tratar de sostener lo insostenible, que para aquellos miserables no era otra cosa que su principesca situación personal.

Los sumarios, en expresión acuñada por Miguel Castells, uno de los abogados defensores, “olían a cadaverina”. Y así fue. Lo que vino después tuvo mucho que ver con el sangriento final del franquismo, que comenzó con aquel estado de excepción que hoy recordamos. La sangre derramada tan abundantemente nubló la visión de ETA y de quienes la apoyábamos. El nuevo régimen nos dio una vacuna de recuerdo con el GAL. La sangre llamaba a la sangre y el “¡ETA, mátalos!”, tan parecido a las consignas franquistas de “¡Al paredón, al paredón!” acabó por confundir la causa, la Guerra Civil iniciada por Franco, con la consecuencia, la respuesta violenta ejercida por ETA.

Lo demás es ya historia.

Txema Montero Zabala

Nacido en Deusto en 1954, es vecino de Mungia.

Militante de la izquierda abertzale entre 1972 y 1992. Fue elegido dos veces miembro del Parlamento Europeo en los años 1987 y 1989.

Abogado en ejercicio. En lo relacionado con casos políticos, caben destacar la defensa de presos de ETA; acusaciones contra policías por torturas (casos Onaindia y Linaza, entre otros); proceso de legalización de HB ante tribunales; investigación sobre el GAL (caso Brouard); intervención contra el Estado español ante el Tribunal de Estrasburgo (caso Castells), etc.

Fue presidente de la Comisión de Derechos Humanos del Colegio de Abogados de Bizkaia, coordinador de la tribuna de reflexión y debate de Sabino Arana Fundazioa y codirector de la revista de pensamiento e historia ‘Hermes’. Actualmente, es patrono de honor de Sabino Arana Fundazioa y miembro de la Asociación de Estudios Penales Res Pública.