cerré los ojos y escuché al ministro de Defensa español Pedro Morenés en esa fiesta tan rancia llamada Pascua Militar. Viajé en el tiempo al NO-DO. No solo por el tono, que también, sino por un contenido plagado de lugares comunes que el militarismo español ha venido convirtiendo en lenguaje habitual a lo largo de su destacada presencia en la vida pública, con y sin mandato constitucional: "la fortaleza de una jerarquía que siendo consistente garantiza en el silencio de su comportamiento ejemplar el bien común de toda la nación española que se sustenta en los principios de la soberanía nacional, la unidad y solidaridad entre todos los españoles". Solo faltó el toque de corneta para que el vendedor de misiles, y ministro a tiempo parcial, nos recordara quién manda aquí.
Sí, el problema está en quién manda aquí en última instancia. El artículo 8.1 de la Constitución española deja poca duda sobre el papel que en su día se le decidió atribuir: "Las Fuerzas Armadas, constituidas por el Ejército de Tierra, la Armada y el Ejército del Aire, tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional". En derecho comparado, cualquiera no demasiado iniciado repara en que existe una anormalidad. El Ejército no sirve para defenderse "solo" ante terceros, sino que además podría actuar en contra de parte de la población a la que paradójicamente debe defender.
Todo tiene su explicación. Una es bien sencilla: los militares han mandado mucho en la historia de España. Demasiado para ser considerado un estamento democrático y muchísimo más si nos colocamos a la muerte del dictador y admitimos, de una vez por todas, que la transición no fue precisamente un ejercicio de libertad civil, sino un proceso tutelado por los militares que se resistían a ventilar el franquismo de la noche a la mañana.
La segunda explicación, derivada de la primera, es que esa transición no ha acabado. Y no lo ha hecho porque ni PSOE ni PP han querido acabar con este y otros anacronismos que rezuma la Constitución española. Y no han querido hacerlo porque es la última barrera que los dos grandes partidos españoles tienen ante la conocida demanda de autodeterminación que existe en amplios sectores de las sociedades vasca o catalana. Por lo tanto, no es tanto que Euskadi o Catalunya tengan un problema en cuanto a su futura configuración nacional (que sí lo tienen) sino que España arrastra un déficit democrático de origen que se manifiesta en el recuerdo permanente de sus autoridades de que "ahí está el Ejército". No lo hacen como un reconocimiento expreso de agradecimiento a hombres y mujeres uniformados, sino como una amenaza cada vez menos velada hacia parte de la población vasca y, en este momento concreto, catalana.
Desparecidas amenazas exteriores al uso, integrada como está España en la OTAN, formando parte de la UE y con vecindades fronterizas más o menos bien avenidas, el Ejército debería ser algo parecido a un servicio de protección civil, dedicándose a tareas más propias de policías o bomberos y reservando en su caso una pequeña parte de sus efectivos para misiones en el extranjero a las que obligan sus compromisos en los tratados internacionales que ha firmado. Eso siempre que se decida que debe existir el Ejército, porque la pregunta en realidad es si tiene sentido este gasto que cada vez se antoja más superfluo.
Pero claro, ahora nos encontramos con más de 100.000 uniformados que sin esas guerras exteriores que mueven un pequeño porcentaje de tropa solo tienen como cometido, y más si se lo recuerdan cada dos por tres desde los gobiernos, la sacrosanta unidad de la patria. Es decir, vigilar y en su caso reprimir a quienes no nos sentimos españoles y democráticamente defendemos la opción de no serlo a todos los efectos. Ya va siendo hora de que España reforme su constitución para que, al menos, podamos debatir de estas cuestiones sin el famoso primo de Zumosol.