HASTA de estar indignado se cansa uno. El apagón social que viven las sociedades europeas es una lección que parecen haber aprendido los políticos. El discurso de la inevitabilidad acaba alimentando la fatiga y el desánimo en la resistencia porque sobrevivir cada día es suficientemente fatigoso. Así que los problemas y sus protestas inherentes son puestos a macerar al sol, que acaba debilitando al más numantino de los activistas. No hacer nada es la estrategia que llevó al Gobierno al actual presidente español y no hacer nada es el modo en que está encarando las vías de agua que se van abriendo en su partido, en la economía y en la sostenibilidad del modelo social.

Hemos sobrepasado nuestra capacidad de asombro en lo que empezó siendo el caso Gürtel, hoy es el caso Bárcenas pero no acaba de ser el caso PP y no sabría decir por qué. Quizá es que, pese a todas las filtraciones, la práctica totalidad de lo contado públicamente hasta la fecha sobre cobros de sobresueldos puede haber prescrito como delito fiscal de las personas señaladas, aunque abre la puerta a presumir que hay un terreno de investigación que se prolonga antes y después de las fechas recogidas en la parte fotocopiada primero y aflorada ahora en original de los llamados "papeles de Bárcenas".

No es fácil ejercer de "barcenólogo", pero sí cabe interpretar el sentido de sus actos. La orientación de las informaciones facilitadas hasta la fecha, por ejemplo, que se limita casi exclusivamente a sembrar dudas sobre la actual dirección del PP y el presidente Rajoy. Bárcenas se ha vuelto hiperactivo a medida que el círculo se le iba cerrando en torno a sus cuentas ocultas y su partido ha intentado distanciarse de él, frustrando quizá toda posibilidad de una solución -digamos política- a lo suyo. Dolores de Cospedal y Mariano Rajoy se han convertido en las dianas de unas filtraciones que han alimentado la investigación en su dirección casi y exclusivamente.

Veinte años manejando las cuentas del PP y Bárcenas no tiene nada que decir del período glorioso del aznarismo, cuando la capacidad de influencia de su partido en la vida pública, institucional y económica tocó techo. Cuando se gestaron las privatizaciones y se alimentaron las fusiones que dieron lugar a los gigantes económicos a cuyos responsables ahora pregunta el juez Ruz sobre presuntas donaciones. Un período en el que afloró -por cierto a la vez que Bárcenas abría su primera cuenta en Suiza (1990)- el caso Naseiro y se resolvió con la anulación como prueba de las grabaciones que mostraban a todas luces que había un cobro de comisiones. Por cierto, Rosendo Naseiro, también tesorero, también popular, también tratante de arte sin estudios en sus ratos libres y también en Valencia.

Pero no nos engañemos; todo esto es circunstancial. Si Bárcenas es un genio de las finanzas o un chorizo lo determinará un tribunal. Si ha robado a su partido un pastizal que debían haber cobrado en cómodas cuotas sus dirigentes y de dónde sale este dinero, está en manos de un juez. Lo que empieza a ser irreversible es el daño a la credibilidad de la democracia española, que tampoco estaba para echar cohetes. La gestión política irresponsable que está haciendo el PP de este asunto tiene un coste que debilita la democracia como valor a preservar. Un valor que no se reduce al proceso de sufragio cada cuatro años sino que exige el cumplimiento de unos principios que, si se desnaturalizan, nos sitúan ante otra cosa que no es democracia.

Esta semana se ha hurtado al Congreso el ejercicio de una de sus funciones fundamentales: el control del poder Ejecutivo. Cuando una mayoría absoluta convierte al legislativo en un mero apéndice de los intereses y proyectos de un gobierno, se nos está pudriendo un principio democrático. Por legítimo que sea ese gobierno -y el de Mariano Rajoy lo es en tanto la Justicia o una sociedad epatada hasta la congelación no digan lo contrario- los representantes del poder popular que se sientan en las cámaras legislativas tienen la obligación de controlarlo salvaguardando la posibilidad de preguntar, obtener contraste de sus dudas y constatar ante la opinión pública las visiones diversas que de la realidad puedan tener las diferentes opciones políticas.

Blindar a Rajoy para evitarle dar explicaciones en el Parlamento es encadenar al poder legislativo. El delincuente presunto cuyas declaraciones siembran dudas legítimas sobre ciertas personas es el mismo al que hasta hace cuatro días pagaba un sueldo el PP, cuya honorabilidad defendía con orgullo. La memoria de Alfonso Alonso es frágil. Si no es así, su reproche a la oposición de estar "apadrinando a un delincuente" sería un ejercicio de cinismo que merece un apunte en mayúsculas en la memoria de la sociedad y no favorecerle con la desidia democrática de ver pasar este sainete hasta que empiece el siguiente.