HUBO un tiempo donde la ciudadanía vivía feliz. En realidad, no hace mucho de eso. Un tiempo donde un trabajo de ocho horas resultaba aceptable y además suficiente para mantener un nivel de vida igualmente aceptable. El sustento daba para vivir y disfrutar. La hipoteca no ahogaba, se disponía de coche propio -a veces incluso de dos-, las vacaciones de Semana Santa, verano y Navidad nunca faltaban en el calendario y el rosario de regalos y caprichos también estaban a la orden del día. A mayor o menor escala, todo el mundo disfrutaba de este estado de bienestar. Eran tiempos donde los ciudadanos trabajaban para vivir, alejados de miedos y angustias y, desde luego, conscientemente ignorantes ante la realidad que comenzaba a forjarse en eso que hace ya un tiempo han dado en definir como países emergentes. Lugares como Brasil, China, India o Rusia donde las condiciones laborales no se parecían, ni de lejos, a las de un vitoriano medio. "Esa gente no sabe vivir", solía escucharse hasta no hace mucho en cualquier foro alavés con cierto desdén. Sólo los autónomos, siempre combatientes más por necesidad que obligación, eran conscientes entonces de esa realidad. El resto de la sociedad vivía de espaldas a una burbuja insostenible que lejos de haber concluido amenaza con modificar no sólo las condiciones laborales sino incluso el propio estilo de vida de varias generaciones; un cambio vital aparentemente enfocado hacia una nueva forma de entender el trabajo, la de vivir para trabajar.
Es al menos la sensación que maneja la calle desde hace ya tiempo. Y es lo que opina sin ningún rubor el empresario Ignacio Zulaica, de la tienda de deportes que lleva su mismo apellido. "La avaricia o la dejadez es lo que nos ha llevado a esto. Hace ya años que el ocio de los autónomos no existe y ya se vive sólo para trabajar, que es triste, pero así están las cosas", sostiene al otro lado del mostrador, que desde hace años comparte con tres hermanos y otros tres empleados, una plantilla demasiado adelgazada para lo que siempre acostumbró este histórico comercio, cuyos orígenes no oficiales se remontan al año 1915. "¿Celebrar el centenario dentro de dos años? Ya veremos...", añade el empresario con cierta amargura.
horario continuado Su caso, desde luego, no es único. Y menos en el ámbito del comercio local, acostumbrado hace ya mucho tiempo a trabajar más por menos, como la propia Zulaica, que hace años tomó la decisión de abrir de forma continuada de lunes a sábado entre las 9.00 y las 21.00 horas. "Antes cerrábamos los sábados por las tardes, pero los nuevos hábitos del cliente y la necesidad de estirar los días nos obliga a todos los hermanos a renunciar a nuestro tiempo libre en favor del negocio y desde luego a no cerrar la tienda en todo el año".
Algo parecido le ocurre a Juan Carlos Alocén, de la mítica sombrerería de la calle General Alava, la única que queda ya en Euskadi, un "milagro" capaz de sobrevivir en un entorno económico y empresarial tan globalizado. El secreto lo explica su actual propietario, nieto e hijo de sombrereros, que recuerda para este periódico el origen centenario de este singular comercio así como los clientes habituales que lo frecuentan. "Es curioso que me sigan pidiendo un sombrero acordándose de Bogart o Indiana Jones", rescata de su extenso catálogo de anécdotas. Pero de la nostalgia no se come, así que su caso es posible hoy en día gracias al sueldo de su mujer, ya que hay meses donde los ingresos en esta sombrerería son casi ridículos. "De otro modo esto sería imposible", abunda su propietario, que reconoce abiertamente la fecha de caducidad de su negocio cuando éste se jubile. "Me da mucha pena después de tantos años pero no tengo familia y me temo que nadie va a querer continuar", concluye Alocén, cuya opinión coincide con la de Ignacio Zulaica: "¿Quién se atreve hoy en día a montar una tienda para vivir de ello que no sea una franquicia o una multinacional?".
Dentro de esta particular tormenta económica hay ejemplos de locales en Vitoria donde las cosas, sin embargo, van bien. Relativamente bien, lo cual llama la atención dentro de un contexto tan depresivo. Uno de esos casos es el de Técnicos Clic, un joven comercio de informática ubicado en la calle Logroño que a costa de reinventarse antes del estallido financiero está soportando el temporal con cierta holgura. El local lo regentan desde 2004 los hermanos Reyes, David y Andrés, que reconocen abiertamente que con el cambio de actividad la situación cambió. A mejor, claro, porque estos dos empresarios pasaron de vender artículos de informática para usuarios de nivel medio a reparar sistemas y ordenadores como solución de urgencia para tiempos de crisis. Una tendencia ascendente desde hace años que ha encajado "muy bien" entre clientes y proveedores, reconoce David, que añade que ahora la gente "se piensa dos veces cambiar de ordenador antes de comprar uno nuevo", al menos hasta que la situación cambie. "Es algo parecido a lo que ocurre en el sector de la automoción, donde los coches y las ruedas duran cada vez más", añade su hermano. En esta línea, los números cantan y los de esta firma alavesa señalan que la facturación actual es el doble que la que obtenían hace cuatro años, lo que reafirma su apuesta por el intraemprendizaje.
Sin embargo, a pesar de todo también ha habido "espinas" en el camino. No tan dramáticas como las habituales estos días -ERE, despidos, suspensiones de pagos, cierres...-, pero sí significativas, al menos desde el punto de vista de no contar a día de hoy con propiedad alguna, una costumbre tan histórica en España como asfixiante a largo plazo. "Nunca hemos tenido ni querido hipotecas para viviendas ni para locales y nos ha ido bien porque esa liberación de ataduras nos ha permitido afrontar más riesgos de los normales en nuestra empresa", se felicitan ahora los dos hermanos.
familia en apuros Excepciones al margen, la tónica general desde luego no es esa. La cara más cruda de la crisis es la que encarnan hoy en día parados, desahuciados o familias como la de Cristina Reyes, una vecina de Mariturri, madre de cuatro hijos y esposa de Ricardo, extrabajador del sector de la construcción de 48 años al que el pasado mes de junio se le acabó el paro después de casi dos años buscando sin éxito un empleo. Así que con los apenas mil euros que esta emprendedora suele sacar al mes como consultora de belleza toca poner en marcha la calculadora de guerra en casa. Una operación matemática donde no tienen cabida, por supuesto, ni lujos ni caprichos de ninguna clase como una simple salida al cine -"ya no recuerdo la última vez que fui", bromea-, ni unas cañas con la cuadrilla, ni nada de compras... Austeridad y control del gasto hasta el último de los céntimos es todo cuando acepta su particular Boletín Oficial, una economía de guerra en toda regla que pasa por conocerse todas las ofertas de todos los supermercados al dedillo, y olvidarse, por supuesto también, de las vacaciones. Acaso unos días en Granada en la casa de unos tíos que les hacen el favor. Como también se lo hacen los abuelos maternos, que afortunadamente para Cristina y Ricardo les están echando una mano con el colegio de uno de los hijos.
A pesar de esta angustiosa situación, que en breve se agravará conforme concluya la prestación por desempleo de su marido, ninguno de los dos pierde la perspectiva. En vista de que la edad de él es un problema "habitual" a la hora de encontrar empleo, la posibilidad de lanzarse a la aventura de montar un negocio propio es cada vez más plausible. "Si no te ayudan a trabajar tendrás que crearte tú mismo el puesto de trabajo", sostiene su mujer, autónoma que cada día dedica a su negocio "todas las horas que puedo y más", por su puesto sin una sola jornada perdida ni un día de baja en la Seguridad Social salvo causa mayor. Dadas las circunstancias, ponerse enferma es también un lujo que no se puede permitir.