LLEGARÁ un día en que la crisis amaine y la historia se reescriba. Un tiempo donde se purgarán heridas, se expirarán pecados y, quién sabe, si hasta se lavarán conciencias. Ese tiempo, tarde o temprano, llegará. Seguro. Como lo harán después los testamentos económicos para las nuevas generaciones, las lecciones vitales de economistas y empresarios y las culpas indiscriminadas al sistema por no haber reaccionado con mayor destreza ante una crisis sin precedentes en la era moderna. Tampoco hay duda de que en ese cuaderno de bitácora no habrá cabida, siquiera mención, para las personas que la crisis se está llevando por delante. Para su desgracia, asumirán con resignación el eufemístico cartel de víctima colateral para justificar los abusos y desmanes de una clase política y empresarial que como aseguraba recientemente en una entrevista televisiva Joan Rosell, el presidente de la CEOE, siguen manteniendo, sino aumentando, su riqueza y patrimonio a cuenta de la prole. "Es pura estadística", señaló sin pestañear el responsable de la patronal. En un intento de burlar al sistema y conceder todo el protagonismo, aunque sólo sea por una vez, a los paganos de esta dramática situación, DIARIO DE NOTICIAS DE ÁLAVA ha rescatado de esa prolija comunidad de comerciantes que existe en Vitoria una de esas historias anónimas antes de que caiga en el olvido. Tinta y rostro para contextualizar la crisis, quizá incluso para albergar algo de esperanza, si es que se puede, dentro de un colectivo demasiado castigado por la crisis.
Lo sabe bien el protagonista de esta breve historia, Kamran Imäni (Teherán, 1957), un comerciante iraní que después de 34 años trabajando en Vitoria no ha tenido más remedio que claudicar. "Las alfombras orientales ya no dan para más y yo no puedo aguantar así; esto se acabó", lamenta con su singular gracejo sentado precisamente sobre una de esas obras de arte con las que se ha ganado honestamente la vida y que ahora vende a precio casi de saldo en su local del Paseo de la Senda.
Su drama no es nuevo. La liquidación de Imäni es la última de una interminable lista de nombres y marcas que desde que comenzara la crisis han ido desapareciendo del callejero vitoriano a una velocidad de vértigo y con una voracidad que no entiende de distingos de ninguna clase. Así que caen por igual comercios de reciente apertura como firmas históricas, locales grandes o pequeños, ubicados en el centro o en las afueras... Dentro de la desgracia, el caso de Kami, sin embargo, es especial. Acaso por su carácter nómada o por su espíritu emprendedor, el cierre de su tienda de alfombras supondrá el triste fin de un ciclo, pero dará inicio a otro en los Estados Unidos, país donde recalará cuando venda su última alfombra. Allí le espera su mujer, que lleva ya un tiempo buscando trabajo con la ayuda de algunos familiares que tiene en Washington. Y en busca del sueño americano viajará este iraní a sus 55 años, de momento sin un empleo fijo ni mucho menos definido. Lo único que es seguro es que no se dedicará a la importación de alfombras, una "debilidad" que le ha permitido hacerse un hueco en este elitista sector en las últimas décadas pero que al mismo tiempo le ha quemado como comerciante. "El contacto con el público es bonito, pero realmente duro", responde mientras atiende a un cliente de toda la vida que se acaba de enterar de su marcha. "Así es la vida señora, no se preocupe por mí", le espeta el empresario.
Y sigue la conversación, sentado sobre una pila de alfombras orientales tejidas a mano que este empresario mima con actitud casi paternal. Calcula que desde que comenzó a vender este tipo de artículos de alta gama en 1979 habrá colocado en el mercado unas 16.500 unidades de todos los tamaños, estilos y procedencias. "¿Y cuál fue la primera?", le espeta el periodista. "Creo que fue a un conocido constructor vitoriano, que llegó a mí a través de un tercero. Por entonces no tenía local, así que se la vendí en el salón de mi casa por 25.000 pesetas de la época, que entonces equivalían al sueldo de un mes", rememora.
Su relación con las alfombras podría decirse que nació por casualidad. Fue la consecuencia de un primer fracaso comercial con una tienda de ropa bautizada como Neda, que abrió sus puertas en la calle Diputación. Corría el año 1979 y aquel experimento duró un año. Reconoce ahora con cierta ironía este comerciante que tal vez aquellos vitorianos no estaban preparados para un tipo de vestimenta tan singular... La aventura, sin embargo, mereció la pena. Para entonces este iraní ya había convencido a su madre y a su hermana -él es el menor de siete hermanos- para que le acompañaran en esta etapa profesional. Etapa, por cierto, incipiente, ya que su forzoso exilio de la Irán, que entonces gobernaba el Shah, le pilló con apenas 22 años. Y en aquel tiempo y en aquella hora no había muchas opciones. "O estudiabas en la universidad o te buscabas la vida en un país lleno entonces de apreturas", explica.
Probó suerte con la carrera de Derecho, pero la criba fue demasiado dura. Sólo había 70.000 plazas para una demanda de 700.000 estudiantes y el protagonista de esta historia no superó las pruebas de acceso. Así que emprendió. Hizo las maletas y fijó el rumbo primero a Holanda -siempre al rebufo de la sombra familiar-, donde se inició con las alfombras y el castellano, y después a España, decisión que le llevó por diferentes capitales hasta que en un mes de julio de 1979 recaló en los sanfermines de Pamplona, "una fiesta espectacular para un joven que procedía de una cultura tan distinta". El tránsito a Vitoria, de la que se "enamoró" a primera vista, ya fue sólo cuestión de meses. Nunca hubo, recuerda hoy, problema alguno ni con los permisos ni el visado. "La estrecha relación que entonces Irán tenía con el petróleo facilitaba las cosas...", intuye. Y ahí arrancó su particular relación con la capital y sus vecinos, que acogieron, sin saberlo, al segundo iraní de la historia de Vitoria. El primero, dice, fue un abogado que al poco de instalarse se mudó a Madrid. Con un castellano de cuatro palabras y un diccionario que aún hoy guarda en las trastienda de su local fue abriéndose camino a golpe de riñón.
En 1981 se lanzó de lleno al incipiente y selecto mercado de las alfombras orientales, entonces un artículo de lujo. Se compró una furgoneta de segunda mano en Holanda y con ella recorrió desde la capital alavesa todo el norte del país como vendedor ambulante, puerta a puerta. No le fue mal porque a los siete años se instaló definitivamente en Vitoria. Primero ocupando un pequeño espacio que le cedía Muebles Tebas (hoy Cines Florida) y después en su actual local del Paseo de la Senda, todavía hoy recordado por aquel mítico anuncio que se emitía en los cines de la cartelera vitoriana. Vestigios de un pasado dorado para un presente incierto, trufado por la amargura de tener que liquidar un comercio levantado desde la nada. "Mentalizarme de la liquidación me ha costado mucho y me ha destrozado psicológicamente, pero está asumido. Aguantaré hasta que venda mi última alfombra, ni una más".