HACE frío, pero el día es soleado, un miércoles de ceniza casi primaveral. Las fábricas están vacías. La huelga general, después de dos intentonas fallidas y una gran crispación social desde navidades, ha triunfado, y en la calle hay miedo. Está la mezcla de miedo e ilusión de los obreros en huelga ante su propia osadía, la de retar a un sistema aún poderoso, aunque falte el dictador. Se palpa también el miedo de ese mismo sistema, superado por las circunstancias, que debe reinventarse, que ha perdido a su general en mitad de una grave crisis económica, que debe elegir entre el palo o la zanahoria para perpetuarse.

Toda la rabia contenida durante meses explota ya desde la mañana. La gente ha salido a la calle en manifestaciones espontáneas y la Policía Armada dispara a dar. Empiezan a ingresar en las casas de socorro los primeros heridos de bala. Obreros y estudiantes están organizando asambleas improvisadas en las iglesias, en la creencia de que pueden acogerse a sagrado, y mientras tanto los policías toman la ciudad, pero el movimiento no para, los jóvenes no quieren volver a casa.

Sus padres sí, sienten que en la huida hacia adelante en la que se están precipitando todos serán ellos los que saldrán perdiendo, quizá ellos mismos, con sus propios nombres y apellidos. Cada vez hay más gente en la calle, y para la tarde se ha convocado una asamblea masiva en la iglesia de San Francisco de Asís de Zaramaga.

"Si hay gente a por ellos".

Son las cuatro y media de la tarde y ya hay casi 5.000 personas en el templo, entre ellas, niños. La Policía Armada ha decidido bloquear la entrada para que no acceda nadie más, pero es que fuera hay tanta gente como dentro. El ambiente es muy tenso. Dos guardias entran a la iglesia y ordenan desalojar en un minuto.

"Gasead la iglesia, cambio".

De repente estallan los cristales, por la ventanas entran pelotas y botes de humo. Cunde el pánico, la gente corre, pero tampoco se atreve a salir, porque a las puertas de la iglesia la Policía espera a quienes tratan de huir de la ratonera, golpeándoles con sus porras y preparados para utilizar fuego real. Los heridos de bala se empiezan a contar por decenas, la gente que se ha quedado fuera de la iglesia ataca a la Policía con todo lo que pilla a mano, los guardias se sienten rodeados y siguen haciendo fuego. Ya no hay marcha atrás, el franquismo se enfrenta a una auténtica revuelta social y las órdenes de reprimirla con toda la contundencia posible atraviesan toda la cadena de mando, desde las más altas instancias hasta el propietario del dedo que aprieta el gatillo.

"Ya tenemos las municiones, actuad a mansalva y sin duelo de ninguna clase".

Más de 2.000 disparos aterrorizan a las familias de los jóvenes que han salido a la calle en Zaramaga. Se empieza a correr la voz entre la gente; hay tres muertos.

"Hemos contribuido a la mayor paliza de la historia".

"Aquí ha habido una masacre, pero de verdad, una masacre".

La rabia se generaliza, a los policías les caen macetas desde los balcones, varias decenas de ellos resultan heridos, se montan barricadas por toda la ciudad, un grupo ataca la comisaría del Gobierno Civil con cócteles molotov. Llegan guardias civiles de otras provincias. Sigue el enfrentamiento hasta que, ahora sí, la gente corre a refugiarse en sus casas. Ya es casi de noche y ha llegado la calma a la capital alavesa, que parece el escenario de una guerra recién concluida. Coches cruzados en mitad de la calle, farolas derribadas, piedras por el suelo, escaparates agujereados por las balas, humo, policías y silencio.

La mayoría de los jóvenes ya están en sus casas. Ahora les toca salir a los padres de los alrededor de 60 manifestantes y transeúntes que no han regresado. Primero preguntan a los amigos de sus hijos, luego van a los hospitales; algunos heridos están en Santiago, otros en Arana, otros en San José. Dos jóvenes, Francisco Aznar, de 17 años; y Pedro Mari Ocio, de 27, han muerto en el acto por heridas de bala. Romualdo Barroso, de 19 años, expira poco después; José Castillo, de 32; y Bienvenido Pereda, de 30, fallecen unos días más tarde.

noche de duelo La vida se congela en Vitoria durante la noche, en todos los sentidos. Tres familias velan a sus muertos, aún sin terminar de asumir lo que ha ocurrido, y el resto de la ciudad reflexiona sobre ello. El día 4 de marzo es día de luto. Las calles están prácticamente vacías, la Policía disuelve a quien se atreve a caminar en grupos de más de tres personas. Los grises dejan tuerto a un chaval de 20 años que les pide que no le golpeen en la cara porque tiene problemas de visión en un ojo desde niño. Se ensañan con él. Es un día de tensa calma. Mañana es el funeral.

"Siguen las provocaciones, la gente pasa a miles delante de los cadáveres, la gente hace el signo de la victoria".

La escena de anteayer se repite en la Catedral de María Inmaculada. Un templo abarrotado y miles de personas fuera a las que les gustaría entrar. Esta vez, sin embargo, la rabia es contenida, la serenidad ocupa el lugar de la adrenalina, la violencia también contamina la escena, pero esta vez no es violencia física. La Policía Armada y la Guardia Civil vigilan el multitudinario cortejo, los helicópteros tratan de abarcar la manifestación desde las alturas, la gente exhibe pañuelos blancos y dibuja la V de la victoria con las manos. Hoy no habrá tiros.

fraga viene a vitoria "Todos tenemos en ello una responsabilidad, por supuesto también ustedes. La situación económica es seria y preocupante, pero el país no va a tolerar comportamientos anarquistas".

El sábado, el ministro de Gobernación, Manuel Fraga Iribarne; junto con Rodolfo Martín Villa, ministro de Relaciones Sindicales; y el General Campano, director de la Guardia Civil, visitan Vitoria. Fraga acaba de llegar de Alemania Occidental, donde fracasa en su intento de vender a Europa un franquismo sin Franco, en forma de democracia sin sindicatos ni partidos políticos, mientras en Vitoria la Policía Armada tiraba a dar a los manifestantes.

Ni Fraga, ni Martín Villa ni Campano son bien recibidos. La ciudad sigue pareciendo una zona de guerra, las barricadas no se han desmontado, la Policía sigue en las calles, los coches siguen volcados en mitad de las calles. En el hospital, el familiar de un herido le pregunta a los ministros si vienen a rematarlos.

Tres décadas después, ese reproche aún pervive en la memoria de Martín Villa. Fraga ya ha muerto.