no se puede decir precisamente que mi estancia en Estambul, adonde ha llegado La Memoria es el Camino después de 5.229 kilómetros, haya estado sujeta a los tópicos y leyendas en torno a la vieja Constantinopla, ese cruce de caminos eterno entre Asia y Europa a través del Bósforo, esa ciudad que fascina con sus imponentes mezquitas, sus inacabables zocos o la paz que da el reposado oleaje del mar de Mármara.
Todo muy bonito, salvo que entres a la ciudad a la carrera desde Kesan, ciudad fronteriza con Grecia, tras haber perdido el pasaporte en la infernal frontera terrestre entre Grecia y Turquía, siempre con cuentas pendientes, en la que, si no vas con coche, como es el caso, tienes que atravesar cuatro kilómetros andando a través del puente sobre el río Evros, rodeado de soldados turcos metralleta en mano y con el pasaporte en la boca para evitar sustos y cumplir con los cuatro controles existentes antes de volver a llegar a otro descampado.
Y por ahí se perdió el pasaporte, o en el taxi que me acercó hasta Kesan, que no sé exactamente dónde se perdió, como traté de convencer unas cien veces a los policías turcos de las siete comisarías que me tocó visitar para hacer una denuncia. Siete, ni una más ni una menos, para poder hacerme con el papelito de marras que me permitiera acudir al consulado y tratar de obtener un nuevo pasaporte. Y lo conseguí, a la séptima, pero el trago mayor aún estaba por llegar. El nuevo pasaporte tardaría 22 días y uno provisional, que el consulado se ofreció de inmediato a facilitármelo, no servía para entrar en Israel, país mundialmente conocido por la tortura que supone franquear sus fronteras.
El panorama estaba negro, muy negro. Esos 22 días significaban que llegaría el 12 de diciembre a Estambul, el mismo día en el que me reuniré con miembros de asociaciones de familiares de enfermos de Alzheimer en Tel Aviv para caminar los 80 últimos kilómetros hasta Jerusalén. Pero fue en ese momento cuando pude observar, una vez más, que esta película que empezó como una pequeña locura está siendo la locura de muchas gentes, que por lo civil o lo militar, quieren que llegue a la ciudad santa en nombre de las miles y miles de familias afectadas de una u otra forma por el Alzheimer.
Mientras yo observaba, empezó el movimiento en redes sociales, en instituciones públicas, en representantes políticos de todos los colores, en embajadas que provocaron que en un tiempo récord recibiera una llamada confirmándome que el tema se había solucionado. Contaría con un pasaporte provisional y con un visado especial del consulado de Israel para no tener ningún problema a la llegada a Tel Aviv.
Las múltiples llamadas y gestiones calaron en el cónsul español, que de inmediato se puso en contacto con su colega israelí, por cierto sefardí, que no dudó en solucionar el tema.
Para no dejarme a nadie, tengo que agradecer al conjunto todo lo hecho. Y a los consulados. Al final, en esta historia yo soy una pieza más, la más llamativa porque soy el que viaja, de un engranaje de muchas personas que buscan una mayor dignidad para nuestros mayores enfermos de Alzheimer. Ahora, toca atravesar Turquía, por Eskisehir, por la Capadocia, buscando el barco que me lleve a Chipre. Ya volveré algún día para conocer Estambul. Y saludar a sus amables policías.