En ningún asunto hay un divorcio tan grande entre la opinión pública y la publicada como el que existe respecto a la inmigración. Lo que delante de un micrófono o una cámara son almibarados alegatos de la multiculturalidad con música de violín de fondo, en la sobremesa de una comida familiar, de cuadrilla, o de compañeros de trabajo, son pestes furibundas contra los que llegaron aquí más tarde que nosotros. Tengo comprobado que ni en una ni en otra realidad es posible introducir el menor matiz de discrepancia. Si en la tertulia de natillas dices, con el mayor de los cuidados y bajando la voz, que no todo es maravilloso, te llueve del cielo un capirote virtual de miembro del Ku Klus Klan. Del mismo modo, si en la charleta informal y cada vez más encendida sueltas que la inmigración es no sólo beneficiosa sino indispensable, te cae la del pulpo. Y suerte si no te vuelcan el chupito encima.
Si alguna vez tuve la esperanza de que nos iluminara un rayo de razón y las posturas extremistas se encontraran a mitad de camino, que es por donde debería andar la verdad o lo más parecido a ella, la voy abandonando. Bandera blanco en alto, me limito a poner cara de poker ante los datos que, aún cargados de maquillaje, van mostrado ese estado de las cosas tan incómodo de aceptar. El último lo convirtieron ayer en titular unánime todos los medios: un 61,4 por ciento de los vascos cree que los inmigrantes afectan negativamente a la seguridad ciudadana. La fuente es el Observatorio Vasco de la Inmigración, de absoluta solvencia. Cabe como consuelo -o quizá como lo contrario- que en las comidas que citaba antes el porcentaje sería bastante mayor.
Va siendo hora de admitir que tenemos un problema. Y no es, ni mucho menos, la inmigración en sí misma, que como ha quedado suficientemente probado, nos ha generado una década de bienestar y todavía en plena crisis sigue siendo vital para nuestra economía. El error ha estado en las anteojeras para evitar ver lo que pasaba en la calle, para negarlo incluso con herramientas muy próximas a esa censura de la que en otras cuestiones abominamos.
Me consta que detrás de esas formas de actuar están las mejores intenciones. Las sostienen personas que tienen acreditados años de lucha por el progreso y la justicia social. Pero ese buenismo voluntariamente ciego ha resultado peor que cualquier campaña de agit-prop racista. De hecho, los intolerantes de cuna han esperado hasta ahora para aparecer en escena y convertir el descontento en votos.