ES casi un ritual: llega el 6 de diciembre y días siguientes y es obligado hablar sobre la Constitución española y su posible reforma. A estas alturas, no sé si tiene mucho sentido recordar que aquel texto fructificó en un periodo de extrema debilidad democrática y bajo la vigilancia, cuando no tutela, de la autoridad militar heredera del franquismo.

A pesar de que es comúnmente aceptado que así sucedió, lo cuentan incluso algunos de los protagonistas de las negociaciones, tampoco parece ser un factor determinante para revisar qué ha funcionado y qué no en un texto que más que quedarse viejo, lo han ido envejeciendo de manera consciente quienes se proclaman sus más firmes defensores.

Por eso, hablar ahora de reformas no induce precisamente al optimismo. En estas tres décadas hemos asistido a un deterioro de la posibilidades (tampoco demasiadas y casi nunca exploradas) que el texto ofrecía a las naciones que configuran el Estado español para poder decidir su futuro en libertad.

El dirigente de Aralar Iñaki Aldekoa definió con mucha sorna el término nacionalidad como un OCNI, un Objeto Constitucional No Identificado. Y en la ironía iba el fondo del problema: si se es nación, se tienen derechos. Si se es nacionalidad, no se termina de ser nada concreto y todo queda al albur de la interpretación que, casualidad, siempre ha ido en la línea de aguar lo que ya venía descafeinado en su origen.

Llegados a este punto, en el que vuelven a sonar alto los clarines de la unidad nacional española, uno casi prefiere que nadie toque la Constitución, porque sospecho que lo que no fue posible en 1978 no se debía tanto a la tutela militar sino a la manifiesta voluntad de la mayoría española de imponer su voluntad a las mayorías catalanas o vascas. De lo contrario, cómo se explica que ya sin esa excusa la única propuesta de reforma que se ha concretado sea la del españolismo militante de UPyD, o que estemos pendientes de que un Tribunal Constitucional de dudoso prestigio pueda cercenar lo que el soberano pueblo catalán votó en referendo.

En Francia hay abierto un difuso debate sobre lo que significa ser francés. Difuso porque nadie se atreve a deslizarse sobre la peligrosa pendiente de definir y concretar los rasgos característicos que le convierten a un ciudadano en francés. Delicada cuestión porque alcanzar una fórmula para definir quién es francés equivale, a la contra, a excluir de esa identidad a quienes no cumplan los requisitos.

Se ha aquilatado en buena parte de la opinión pública europea la idea de unos nacionalismos excluyentes (si se trata de naciones sin Estado) en contraposición de una ciudadanía estatal abierta.

Qué es lo que define a una persona como vasca, española o francesa. Más allá de este intento clasificador que se da en Francia, podríamos convenir que es un sentimiento de pertenencia voluntario y, muchas veces, múltiple.

Suena chocante, como recordaba el miércoles Floren Aoiz en Onda Vasca, escuchar a José Bono afirmar que "nadie puede obligar a una persona a ser ciudadana española". Claro que se refería a Aminetu Haidar, saharaui. Otra cosa es que se pueda imponer a vascos y catalanes no sólo ser españoles, sino la forma en la que deben serlo.

En este caso podemos aplicar a Bono aquello de ver la paja en el ojo ajeno y no ver la viga en el propio. Porque el presidente del Congreso de los Diputados tendría que empezar por admitir, aunque le duela la comparación, que en esto de la imposición de identidades el Reino de España y el Reino de Marruecos no difieren tanto como pretende aparentar.

Salvo propuesta mejor, conviene rescatar para entender el problema suscitado por las identidades, propias y múltiples, así como la convivencia entre diferentes el denostado Plan Ibarretxe. Aquella propuesta estatutaria, en la que trabajaron juristas prestigiosos que tomaron como base varios modelos, daba una respuesta muy actual a este conflicto que no cesa.

Decía en su artículo cuarto que "se reconoce oficialmente la nacionalidad vasca para todos los ciudadanos y ciudadanas vascas, de conformidad con el carácter plurinacional del Estado español. La adquisición, conservación o pérdida de la nacionalidad vasca, así como su acreditación, será regulada por Ley del Parlamento Vasco ajustándose a los mismos requisitos exigidos en las Leyes del Estado para la nacionalidad española, de modo que el disfrute o acreditación indistinta de ambas será compatible y producirá en plenitud los efectos jurídicos que determinen las leyes". Y para evitar interpretaciones excluyentes, añade: "Nadie podrá ser discriminado en razón de su nacionalidad ni privado arbitrariamente de la misma".

Una fórmula democrática impecable que permitiría a Aminetu Haidar decidir si es saharaui, marroquí o ambas. Y a nosotros ser vascos, españoles, o ambas identidades al tiempo.