Hubo un tiempo en que sabías que estabas en Semana Santa porque las pelis de romanos tomaban la televisión y proliferaban las torrijas en la cocina de casa. Los tiempos cambian. Vivimos en la época del streaming a la carta y las torrijas son objeto de referencia de los gastrolaboratorios de I+D. Como empiezo a asumir que pertenezco ya a la categoría viejuna, de los clásicos básicos, esta Semana Santa he vuelto a encontrarme con ese magnífico Nerón de Peter Ustinov incendiando Roma y he vuelto a pecar con las torrijas. Caseras, ortodoxas, canónicas. Ni panes exóticos, ni declinaciones de leches, ni aires de cítricos. Comer una torrija debería ser como darle un mordisco a la magdalena de Proust. Y he respirado tranquila. Porque empecé estos días con noticias apocalípticas sobre la imparable escalada del precio de las torrijas en los últimos tres años. Ya no se respeta nada. En resumen, al parecer el precio medio de la torrija ha subido en tres años, agárrense a la silla, un 72%. Culpable número uno, sí, el aceite de oliva, que en el último año acumula un incremento de precio del 67%. Huevos y azúcar son los siguientes señalados, con subidas del 5% y el 4%. De humilde dulce casero de aprovechamiento a exclusivo plato gourmet. O tempora, o mores!