- La semana pasada, en el fragor de la indignación por la agresión homófoba de Malasaña que horas después se revelaría una burda falsedad, el Gobierno español anunció una reunión urgente de la denominada Comisión sobre delitos de odio. Casi todos pensamos en el adagio: si quieres que un problema no se resuelva nunca, crea (en este caso, convoca) una comisión. Hasta el menos versado en propaganda politiquera tuvo claro que el pomposo anuncio, verbalizado con voz trémula por la ministra portavoz, era un enorme brindis al sol. Se trataba de hacer ver que no se permanecía de brazos cruzados, aunque en realidad era una confesión de parte sobre la absoluta inoperancia para frenar la epidemia de acciones violentas de diverso signo que padecemos desde hace meses. La decisión no obedecía a la vocación decidida de terminar con las agresiones sino a la necesidad de calmar el clamor -un tanto artificioso e interesado- por la última que había llegado a los titulares.

- Cuando, en labios del propio denunciante, cayó como un mazazo la confesión de que todo había sido una falacia pergeñada para tapar su propia infidelidad y nos instalamos en el bochorno general, surgió la pregunta: ¿cabía seguir adelante con la tal comisión? Aquí el manual suele ser claro. No hay marcha atrás. Es menester componer un gesto adusto y tirar millas, que es lo que se hizo. Hubo reunión bajo la presidencia del mismísimo Pedro Sánchez y a su término se anunció como grandiosa decisión la creación dentro de las diferentes policías de grupos específicos para la investigación y la persecución de los delitos de odio. Si vuelven la oración por pasiva, lo que en realidad se nos reconocía es que hasta ahora tales grupos no existían. Y ni nos pareció extraño. Gracias a nuestra enorme capacidad de olvido, dentro de equis estaremos en una igual y volverán a prometernos lo mismo.

- ¿Procede verdaderamente crear un instrumento para luchar contra los delitos de odio? Antes de responder a esa pregunta, hay otra: ¿Cuáles son exactamente esos delitos? No vale tirar del comodín del código penal, porque juristas de primera división tienen opiniones muy divergentes entre sí. Los hay, incluso, que sostienen que por bien que suene la cosa, acaba creando más problemas de los que resuelve. Cada bandería tenderá a definir el odio con arreglo a su propio credo. ¿O acaso hay quien pueda argumentar que el puñetazo y las imprecaciones a un joven militante del PP de Araba no fueron fruto del odio?