Recurro a esta frase de Nelson de Los Simpsons, porque algo hay de falso en Felipe VI que le impide la comunicación. Un aspecto que tiene que ver con la imagen y la credibilidad, con la voz y el convencimiento de lo que dice. Este monarca no tiene lo que hay que tener para atraer la cámara ni los micrófonos ni los renglones de sus discursos. No es que sea peor que su padre a la hora de leer los mensajes institucionales. No. No es eso. Su voz está igual de desgastada porque las relacionamos con esas chapas de entrega de premios donde nada de lo que dicen suena a realidad. Podrían ser cacofonías de discursos de algún político relamido de hace de un par de siglos. Entonces va y un 3-O, le estaba esperando el discurso de su vida. Algo para lo que en teoría se había preparado durante sus 49 primaveras. De pronto, tenía delante sus quince minutos de gloria como si el mismísimo Andy Warhol le hubiera escrito el guión. La historia se repetía: como su padre los tuvo un 23 de febrero de 1981 y los aprovechó. Pero Felipe, no. Arrancó carraspeando la voz intentando una modulación acorde al momento. Y no hubo forma. En realidad, muy pocas veces la ha encontrado cuando ha hablado en público. Usó solo siete minutos y su gloria se fue disipando debajo de aquel traje militar no se sabe si por el peso de algún espadón o por pura desgana. Hubo 12 millones de telespectadores. Todavía no he encontrado a uno normal que entendiera algo de lo que dijo.
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