La pluralidad cultural de Suiza permite que cada uno de sus cantones posea sus propias costumbres y tradiciones. Algunas han sido superadas con el paso del tiempo, pero hay otras que permanecen como hibernadas entre las nieves de los Alpes y mantenidas alrededor de sus lagos cuya belleza permanece inalterable. Aquí es donde se escucha la trompa alpina, hoy convertida en instrumento musical nacional por excelencia y otrora método utilizado por los campesinos para comunicarse de montaña a montaña, cuando no para convocar al ganado disgregado por los valles.
Es difícil determinar cuándo se inició la costumbre de utilizar la trompa alpina como medio de comunicación entre los ganaderos. Se necesitan buenos pulmones para hacerla sonar y de ahí que ya desde niños exista un interés por este instrumento introducido ya entre los habituales de la música, y yo diría que imprescindible en cualquier concurso que se precie de jodler, ese tipo de canción alpina en el que brillan los gorgoritos.
Cada cantón suizo tiene sus propias peculiaridades. En la parte nororiental del país se encuentra Glaris, capital del cantón de Glaruna si nos atenemos al idioma alemán que practican sus escasos habitantes. Ellos hacen sus vidas entre montañas y lagos, en un marco natural de extraordinaria belleza con la visita casi única de deportistas en busca de nuevas emociones en zonas de esquí.
Esta tranquilidad no siempre ha existido por mucho que se haya pedido su intervención al Bruder Klaus o San Nicolás de Flüe, como llaman al ermitaño vecino metido a santón que vivió en el siglo XV y al que todavía se reza en las aldeas. Hubo un tiempo en que católicos y protestantes batieron el cobre en disputas que terminaron en paz continua y prolongada. En la actualidad, el mismo edificio sirve de iglesia a católicos y protestantes en Glaris. Desde que este sistema se lleva a la práctica nunca más ha existido el menor rifirrafe entre unos y otros.
Fundamento de la Democracia
Este tipo de gentes de tan variadas formas de entender la vida tiene su mejor exponente en Sarnen, cabeza de partido del semicantón de Obwalden, también de habla germana. Está en el centro de Suiza, con Lucerna en la proximidad, lo que le permite distanciarse un poco del aspecto rural de otras zonas para adquirir cierta notoriedad con el establecimiento de empresas internacionales que le proporcionan un gran nivel de vida.
El primer domingo de abril de cada año los habitantes de Sarnen se visten con sus tradicionales trajes en colores rojo y blanco, para asistir a uno de los mayores ejercicios de democracia directa que se conocen en Europa: el pueblo entero vota sus leyes y elige sus magistrados en una sesión que de puro pintoresca llega a emocionar. ¿Siempre lo han hecho así?
El acto tiene lugar en un anfiteatro natural donde se congrega todo el vecindario citado por el tradicional sistema de las trompas alpinas que hacen en este caso el mismo servicio que las llamadas a Juntas desde los montes bocineros vascos. En Sarnen se sientan los llamados Ancianos Suizos frente al gobernador y dan comienzo a la asamblea.
En realidad, la reunión constituye un espectáculo sorprendente porque pueden intervenir los ciudadanos para pedir cuentas de las gestiones del último año y a continuación emitir su parecer. Y todo ello en perfecto orden.
Luz para el Año Nuevo
El Año Nuevo también tiene sus peculiaridades en el corazón de la vieja Europa. La costumbre de intercambiar regalos en tal ocasión no es contemporánea, ya que se hacía en tiempo del Imperio Romano. Claro que entonces no se pensaba en la play ni tan siquiera en un lucido pañuelo de cuello. Los regalos eran tan sencillos como unos higos secos. Eso sí, envueltos en hojas de laurel porque representaban la gloria y con ramitas de olivo alrededor en señal de paz.
Era también un regalo tradicional unas lamparillas de tierra cocida que venían a encarnar la lucidez con la que se esperaba obrar en el siguiente año. Algunas, dependiendo de la categoría de los donantes, llevaban la inscripción Anno novo fastum felix tibi sit.
La pasión por los relojes vendría muchas centurias más tarde hasta convertirse en una verdadera obsesión para los suizos. No lo digo por los relojes de cuco que, a ver si lo dejamos claro, no nacieron en Suiza, sino en la Selva Negra del sur de Alemania. En el país helvético no se concibe hoy un edificio público sin un reloj en su fachada.
Conserva en hielo
El paisaje abrupto de Suiza tal vez haya tenido algo que ver con la salvaguarda de muchas tradiciones de origen poco menos que desconocido que en otros lugares se han perdido con el paso del tiempo. En el centro del país alpino se encuentra el valle de Appenzellerland. Sería incorrecto decir que está perdido entre montañas, porque es un punto de referencia para los aficionados al deporte del esquí.
La comarca no llega a tener 2.500 habitantes distribuidos por paradisíacos lugares que tiempo atrás formaron parte de un condado alemán. Todo cambió cuando los monjes del monasterio de San Galo, uno de los santos más respetados de la zona, lo adquirieron. Asegura una de las leyendas más extendidas que en realidad la entrega de este territorio a los religiosos sirvió para purificar el tortuoso pasado de algún noble.
Se ignora si aquella alma arrepentida alcanzó la meta deseada, pero de lo que no hay duda es que Appenzellerland pasó a formar parte de la antigua Helvecia a pesar de las batallas que se dieron en el siglo XV y que hoy tienen su evocación en el Museo de la Patria de Urnäsch, uno de los pueblos que componen el cantón.
Sin embargo, todo aquel fragor no impidió que la población, especialmente agrícola y ganadera, variara su forma de medir el tiempo. Su calendario varía del nuestro, por lo que los habitantes tienen dos fechas para, por ejemplo, acabar un año y empezar otro. Nosotros seguimos el calendario gregoriano y algunos de ellos se han quedado anclados en el juliano que le precedió.
Dos Año Nuevos al año
El primer calendario, creado por el astrónomo griego Socígenes de Alejandría, fue adaptado por Julio César cuarenta y seis años antes de nuestra era. De ahí que unos lo denominaran juliano y otros el de la confusión. Creo que la nominación más adecuada es la segunda por eso de que su aplicación fue un auténtico lío.
Los romanos se guiaban por tres fechas especiales: las calendas, días de luna nueva, el primero de cada mes; las nonas, cuando la luna está en cuarto creciente; y los idus, la época de luna llena. Precisamente del nombre de calendas surgió el nombre de calendario que le dieron al dietario donde apuntaban los cobros y pagos que se hacían por esas fechas.
Fue en 1582 cuando el papa Gregorio XIII se dio cuenta de que, con el paso del tiempo, el calendario juliano que utilizaban iba a presentar un serio problema para la celebración de las fiestas religiosas, ya que de seguir con el sistema llegaría un año en que la Pascua se alejaría de la primavera para acercarse al 25 de diciembre, la Natividad.
Gregorio XIII modificó el Calendario Juliano determinando qué meses debieran tener 30 días y cuáles 31, así como que uno tuviera 28 días, salvo el incremento de uno cada cuatro años. De esta forma había continuidad en la forma de medir el tiempo y se regulaban los 365 días. Esa jornada de más en febrero –y que tendremos este año por bisiesto– obedece a la justificación que le dieron los romanos, “bix sexto die ante calendas martias”.
Así nació el Calendario Gregoriano que se impulsó desde el papado a través de los monasterios y demás servicios religiosos hasta la actualidad. El cambio tuvo que presentar momentos de gran confusionismo porque se me antoja que la tarea no pudo ser nada fácil.
Los granjeros de Appenzellerland, en su mayoría protestantes, no aceptaron aquella disposición papal y continuaron con su primitiva forma de medir el tiempo en la creencia de que la disposición de Gregorio XIII no iba a ser aceptada. Craso error que han seguido manteniendo a pesar de la aceptación universal del Calendario Gregoriano.
El año nuevo llega a este cantón suizo en dos ocasiones y cada familia sigue su propia tradición: Unas lo hacen el 1 y otras el 13 de enero. Por tratarse de festejo apetecible, las hay que se apuntan a ambas fechas con la aldea de Urnäsch como centro de celebraciones. Son días en los que las fuerzas del bien y del mal libran su particular batalla.
Las mujeres, que representan a los buenos espíritus, van con vestidos regionales portando en sus cabezas unos enormes tocados confeccionados a lo largo del año. Los malos visten de forma horrible, con máscaras confeccionadas con medios naturales sobre los que sitúan enormes cencerros que me recuerdan a los utilizados en los carnavales de Ituren.
Las comparsas van de granja en granja saludando a sus ocupantes con el tradicional Es geht Neus (’Es nuevo’, en referencia al año) y entonando algún que otro jodler hasta que son obsequiados con algún detalle que sirva para entrar en calor.