Si les soy sincero no creo que la polémica tenga que ver realmente con Gibraltar: más bien la mezquindad política ha tomado el peñón como pretexto para manifestarse sin recato, con ese osado orgullo con el que la ignorancia -atrevida, dice la sabiduría popular- se exhibe con frecuencia. Gibraltar despierta sensibilidades nacionalistas y por lo tanto deviene útil. Hoy es Gibraltar y mañana la pieza de la derecha española será la transferencia de las prisiones a las instituciones vascas, aunque sea en cumplimiento de un mandato expreso de eso que los juristas llaman bloque de constitucionalidad (bloque que se pueden adorar o despreciar según las encuestas soplen).

Y es que el acuerdo del Brexit ha traído Gibraltar a la actualidad de una forma muy indirecta. Realmente las miradas y las intenciones estaban puestas en tierras irlandesas, pero algunas referencias podían ser aprovechadas para reforzar la posición española. El ministro Josep Borrell, en correcto cumplimiento de sus obligaciones y de las posiciones que por cargo le toca creer y defender, desvió el Pisuerga para hacerlo pasar por Gibraltar. La carta del embajador británico, extraída con fórceps a última hora, llenaba de agua el canal y la posición española conseguía así una baza que no había tenido hasta la fecha.

A Casado o Rivera les tocaría celebrar el logro o, cuando menos, dejar que el asunto pasara sin pena ni gloria y la posición española se consolidara discretamente. Pero la tentación de competir por quien tiene la bandera más grade y chillona era demasiado fuerte y tirando de la bandera la han roto.

Y es que, para desacreditar a Borrell y a Pedro Sánchez, tanto Casado como Rivera han debido denigrar la posición española y hacer como que creen antes en las declaraciones de los nacionalistas británicos (o ingleses) que en las fundadas opiniones de los diplomáticos de su propio país.

El derecho internacional es curioso y delicado; las declaraciones e interpretaciones de las partes pueden terminar por dar forma a sus obligaciones y consolidarlas. Obligar a los británicos a entrar en una guerra de declaraciones nacionalistas es lo más contraproducente que cabría hacerse, aunque el sentido común de la testosterona trumpista parezca sugerir lo contrario. Declarar que la interpretación española es infundada (la carta de un embajador en que se formula una declaración oficial expresa sería “papel mojado”, según la ignorante doctrina de Casado) es irresponsable. Si un día Casado fuera presidente, sus diplomáticos deberán defender que la interpretación auténtica española es la que hizo el ministro Borrell y no la de Casado, que por aquel entonces, se dirá enfáticamente, era un ciudadano más, sin capacidad alguna de comprometer la posición de su país: consíganme asiento de primero para ese espectáculo, por favor.

En resumen, España había ganado unos modestos centímetros en Gibraltar. Casado y Rivera, desde la retaguardia, han conseguido con su sobreactuación, boicoteando a su país y sus representantes, que el Reino Unido recupere esos centímetros. Si yo fuera la Reina de Inglaterra les invitaría a los dos a un té con pastas en el Palacio de Buckingham en reconocimiento por los impagables servicios prestados en defensa del mantenimiento del status quo del Peñón.