LA desinformación que hemos vivido esta semana ante los sucesos de El Sahara es la incompetencia informativa más vergonzosa de los últimos tiempos. La negación de la realidad y su ocultamiento día sí y día también, debería hacernos pensar a los periodistas que algo hemos hecho mal en todo este acontecimiento. Que durante una semana las cadenas hayan tirado con media docena de planos tomados desde precarios teléfonos móviles de los saharauis es pura dejación. El Gobierno Marroquí ha demostrado destreza a la hora de maniatar a los medios y ofrecer al mundo la noticia que les interesa. Hasta el punto que su cadena de televisión no informó de los sucesos a partir del miércoles: como no se habla, nada ha pasado. Está claro que el periodismo no puede dejar la verdad en manos la diplomacia, y menos con un régimen que juega al despiste; que nunca se sabe si posee una estrategia pensada o es una tomadura de pelo, como supuso aquella ocupación del peñasco de Perejil. La labor televisiva en el Sahara es un servicio prioritario porque Marruecos ha demostrado que sabe como camuflar sus actos criminales con sólo retirar los pasaportes. Los intentos de periodistas como los de la Ser por entrar dentro de esas fronteras donde se había instalado la mentira es de agradecer pero resultan gestos diminutos. El tiempo pasa y la magnitud de cuanto ha sucedido sigue siendo una incógnita. En nivel de información estamos a la altura del periodismo de comienzos del siglo XX, aquel en el que los corresponsales mandaban las crónicas de las guerras con Marruecos en los ferrys que iban hacia la península. Que toda la aportación televisiva sea la imagen del activista machacado por una patrulla de la policía sin otras que narren lo sucedido, es un triunfo de Marruecos en su batalla contra la inteligencia y la solidaridad del mundo.
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