No caben cábalas posibles, estereotipos de ningún tipo, para hablar de la violencia machista. Ana (nombre ficticio) es una joven universitaria de Pamplona, con 19 años recién celebrados, de buenas notas, con una familia unida y estructurada, deportista, responsable y con un buen tejido de amistades.
Y, sin embargo, Ana ha sido víctima de violencia machista. Malos tratos físicos y psicológicos, por parte de un hombre, varios años mayor que ella, al que conoció a través de un amigo en un gimnasio y que le terminó por mostrar, en siete meses de relación, su cara más horrenda. En septiembre, en un juicio rápido, el agresor fue condenado a 12 meses de prisión y 6 años de orden de alejamiento respecto a la joven. Aceptó la pena de conformidad.
Ana, por suerte, ya había adoptado precauciones de sobra antes de presentar una denuncia que fue forzada por un amigo al que le confesó todo, y quien impulsó el proceso al obligarla a contárselo a sus padres. Como queda dicho, la joven adoptó las suficientes cautelas porque veía que aquello podía acabar mal. “Como siempre había oído que un proceso judicial, o de este tipo, podía ser tan difícil, creo que lo que intenté fue tratar de ponérmelo fácil. Así que hice capturas de conversaciones, algunas fotos y le grabé precisamente en una discusión en la que me insultaba gravemente. Esto me ha ayudado para demostrar lo que pasó. Y también ahora me ayuda para analizar lo que me pasó, porque entonces yo lo vivía de una manera muy distinta a como lo vivo ahora”.
Ana recopiló ese material y en un momento dado se lo envió a un amigo que había sido su pareja anteriormente. “Quería que eso estuviera en un lugar seguro, no solo en mi móvil. Por si pasaba algo, quería que él lo supiera. Y lo primero que me dijo es que tenía que denunciarlo. Pero yo no quería pasar por eso. Quería salir de ahí de la forma más fácil, dejar la relación sin contar nada a nadie”.
Pero esa opción se tornó imposible. A tal punto llegó la amenaza que Ana aunó fuerzas una noche para descolgar el teléfono y llamar al 016. No le cogieron la llamada. “Llamé porque no estaba segura de si lo que me pasaba era maltrato. Yo siempre tenía en la mente casos graves, muy fuertes, de mujeres con la cara amoratada, y yo no tenía esas marcas. Por eso quería informarme”, cuenta la joven. Tras aquel intento infructuoso con el teléfono del maltrato, la relación seguía enturbiándose y Ana le daba vueltas a lo que ocurría.
“Recopilé pruebas, fotos y audios, para ponerme fácil algo que siempre había oído que era muy difícil”
“Me costó mucho darme cuenta del daño que me provocaba. Yo a él sí que le decía que tenía que cambiar, que eso no podía seguir así, que yo no iba a querer estar con él, pero al final siempre volvía y le daba una nueva oportunidad. Aparte de celoso, cuando se cabreaba, me agredía, me insultaba y me trataba muy mal”.
Una violencia que no cesaba
La situación llegó a un punto de no retorno. Ana se sentía en peligro. Y su pareja descubrió que le había grabado y que le podía poner en apuros de cara a una denuncia por violencia machista. “Llegó un momento en el que le dije que no quería estar con él y me chantajeó emocionalmente. Así que le respondí que igual le iba a denunciar y entonces fue cuando me pidió que no hiciese, porque tenía otra denuncia anterior y que igual podía entrar en la cárcel. Al final, en esa conversación, le dije que tenía pruebas de lo ocurrido e intentó quitarlas de mi móvil”. Pese a semejante episodio traumático, esa misma mañana él le invitó a irse a vivir juntos. “Eso me asustó. Y me asusta ahora, porque parecen como los capítulos previos de un maltrato, de todo lo que he ido conociendo después que me podía haber pasado de haber seguido con él”, cuenta Ana.
Una denuncia empujada
Su amigo, y expareja, le puso a Ana en el brete de denunciar. Llamó una medianoche a sus padres y les contó que “tenía algo muy importante que confesarles y que si no lo hacía yo, lo haría él. Entonces me decidí a hablar con mis padres y a contarlo todo. Y esa misma noche acudimos a la comisaría de la Policía Nacional. Mandaron hacerme un informe médico porque ese mismo día me había pegado. Y volví a la mañana siguiente para estar con la unidad especializada (UFAM)”. Pese a todo lo que había escuchado sobre los procesos de denuncia de malos tratos, Ana se aplaude lo bien y ágilmente que se tramitó su caso.
“Creo que lo que más cómoda me hizo sentirme fue el hecho de que me sentí escuchada en todo momento, que ellos le daban al asunto toda la importancia que yo le había quitado durante meses. No hubo ninguna pregunta incómoda y me sentí muy acompañada. Yo no tenía lesiones brutas, en la cara, que fueran visibles, pero en comisaría, con lo que iba contando, me dijeron que le estaba quitando importancia a todo lo que había vivido y me ratificaron que era muy grave. Me impactó mucho que llegué por algo que no sabía si era maltrato y, al final de la denuncia, me calificaron en riesgo alto de violencia”.
El juicio rápido se celebró a la mañana siguiente. El agresor aceptó la condena, puesto que le reporta también un beneficio, ya que se le perdona un tercio de la pena con la conformidad. Y la víctima no quería más que “alejarme de él, empezar otro camino y ponerme en manos de una psicóloga. No me interesa tanto el tiempo de la condena como salir de ahí”. Se le condenó por coacciones, puesto que una de las conductas del acusado era no dejarle irse a Ana a casa. “Me quitaba el móvil y me dejaba en la bajera sin poder salir. Mis padres eran incapaces de entender por qué había dicho que iba a volver pronto a casa y no lo hacía hasta muy tarde”.
Hacerle creer lo que no era
Ana está convencida de que, aunque fuera empujada por su familia, tomó la mejor de las decisiones. “Menos mal que fui a denunciar, porque me siento mucho mejor. Él me había hecho creer que no valía para nada, intentaba hacerme creer que no fuera buena persona”. Ante esta reflexión, interviene en la entrevista Juana Azcárate, psicóloga de víctimas del gabinete forense Psimae, que se encarga de tratar a muchas víctimas como Ana y que conoce su caso. “Lo que hace el agresor es conseguir que la víctima llegue a creer que la culpa de lo que él hace es de ella. Va cambiando la forma de pensar, de ser y de estar es la propia víctima, piensan que ellas son las responsables de lo que hacen ellos”, matiza Azcárate.
La joven pamplonesa, después del proceso, recuerda que debía restañar ciertas heridas. “Necesitaba reencontrarme con mi círculo. Siempre he tenido buena relación con mi familia, y eso es algo que me alegro porque nunca ha conseguido separarme de mi familia pese a las discusiones que tuviéramos. Eso fue importante. A nivel de estudios, por suerte, siempre me ha ido bien y no me ha afectado. Pero también con mis amigas me ha unido. He leído con ellas la denuncia y la sentencia para que vieran lo que había pasado. Eso me ha dado seguridad. Ver que lo ocurrido era grave y que todo lo que dije fue toda la verdad. no exageré nada, solo conté lo que había ocurrido. Las consecuencias que ha tenido es por lo que él ha hecho”.
En su expectativas de cara al futuro inmediato, Ana se siente “muy bien, súper libre y si siempre he sido una persona alegre, ahora lo soy más. Me preocupaba que no estaba durmiendo bien últimamente, pero la psicóloga me ha calmado y me ha dicho que lo que está pasando es que estoy procesando todo. Pero ya digo que esto me ha unido más a mi familia y a mis amistades. Me siento mejor y siento que todo esto me va a ayudar, y me va a ayudar también para la profesión que he elegido, para estar con niños y con familias, porque voy a ser profesora”.