Es incuestionable que las personas mayores, que ya han entrado en una, sin duda merecida jubilación, son usuarios continuados y habituales de los autobuses urbanos municipales. A veces para hacer de imprescindibles marsupiales que porta en sus bolsas a los nietos camino al colegio, sustentando el siempre difícil equilibrio familiar entre padres trabajadores y vástagos estudiantiles que las empresas se niegan a facilitar como norma general, pese a las mil y una promesas políticas electoralistas que arañan los votos en pro de una conciliación modélica. Otras veces cuando se dirigen a sus compras diarias como es menester, eligiendo con esa sabiduría que dan los años y el dolor de cadera persistente, las mejores ofertas de la jornada, el tres por dos, el dos por uno, la segunda al setenta y la hipotenusa trigonométrica en pizzas congeladas. También se desplazan en autobús por el mero placer de viajar, de disfrutar de una tournée inigualable por entre los barrios periféricos de la ciudad, comentando con el conductor o la conductora de turno las historias de antaño y de hogaño como las que disfrutamos en éste periódico, narradas en esa primerísima persona producto de una larga vivencia, una incuestionable sabiduría, unos persistentes recuerdos y una fastuosa imaginación capaz de recomponer con pelos y señales aventuras vividas en su infancia en el territorio alavés, pese a ser nativo de Cuenca y haber llegado a nuestra tierra en plena adolescencia con granos en la cara, pelo en el sobaco y consistente olor de pies gracias a la ebullición de las siempre impredecibles hormonas.

Llevaba a mi lado a uno de estos abuelos maduros que sobrepasaban los setenta años y he de decir que en una excelente (al menos en apariencia) forma física y mental. Atravesábamos Armentia en dirección al populoso barrio de Zabalgana y me contó como allí en 1947 se habían construido con republicanos del campo de concentración de Nanclares de la Oca, las llamadas casas frías para albergar a la clase obrera bien alejadita del centro de la ciudad, en la entonces descampada aldea de Armentia.

-¡Caramba! -exclamé desde mi ignorancia histórica y desde mi asiento de conductor-. No tenía ni idea. ¿Usted lo conoció?

-¡Claro! -me dijo-. Yo era uno de esos obreros a la fuerza que estaban presos y que tuvimos que ponernos manos a la obra en la construcción de las viviendas.

-Pero si no parece usted tan mayor -le respondí sorprendido-.

-Pues sepa, chófer -me aclaró el hombre como con cansancio-, que ya soy una persona muy anciana. Imagínese cuánto, que cuando yo era un niño, el Mar Muerto sólo estaba enfermo?