Bajaba de Zabalgana, ese barrio populoso y lejano, cuando al circundar la rotonda invadí con mi autobús articulado parte del otro carril (cosa por otro lado bastante habitual ante la súbita disminución de los mismos: suceso que acontece como por arte de magia al llegar a determinados cruces). El coche que circulaba próximo a mí me obsequio con una delicada pitada de claxon, sacada de dedo por la ventanilla e improperios varios y múltiples. Continué sin inmutarme y un poco más adelante, en la calle Portal de Castilla, un bicicletista desparramaba alegres tacos sobre una conductora que, al parecer, no le había dejado atravesar un paso de peatones montado en su ciclo.
-Ya no se dicen insultos como los de antes? -se quejó un hombre mayor que estaba sentado en la parte delantera del autobús-.
-¿Cómo dice? -Le repliqué desconcertado-.
-Pues que antaño, nos faltábamos el respeto de una manera mucho más civilizada, faltaría más.
-¡En eso tiene razón! -intervino un hombre muy educado, bajito, con bigote y paraguas que parecía salir del mismísimo Trafalgar Square-. Yo recuerdo que cuando hace años se insultaba, se hacía con mucha más educación. Por ejemplo, para llamar la atención a alguien que no se fijaba al cruzar la calle se decían cosas como: “¡Mira bien, que estás más empanado que una pechuga de pollo!”, “¡Atento, botarate!” o “¡Te fijas menos que la laca barata!”?
-Sí, sí -confirmó el abuelo-. Y a los niños revoltosos o pésimos estudiantes los calificaban de “zopencos”. Los que robaban eran “malhechores” o “rufianes”; los que apuntaban maneras malas eran unos “malandrines” y los que se pasaban con las chuflas y el cachondeo eran unos “golfos”.
-Anda que sí -intervine yo-, pero no me negarán que los peores insultos van siempre asociados a ejemplares del reino animal como: sucia serpiente arrastrada, víbora, rata de cloaca, burro, cucaracha infame, vil comadreja?
-Hombre -intervino otro individuo que se incorporaba a la conversación junto a su pareja-, sí que es cierto que los improperios con animales son abundantes, pero no los más fuertes.
-Que sí, que sí -corroboré yo mientras atravesaba la caótica plaza de Lovaina, donde la hecatombe reinaba a diestro y siniestro ante el preferente paso tranviario y el cúmulo de coches-. Y, además, los insultos más duros son los que hacen alusión a los pequeños roedores de campo, como los topos?
-Pero si esos bichillos resultan encantadores -dijo la chica-. Es imposible ofenderse ante una comparación con ellos.
-Ya. Pero si nos referimos a la madre del topo, la cosa cambia.
-¿Y cuál es la madre del topo? -preguntó el hombre inocentemente-.
-Pues, “topota madre”?